lunes, 31 de diciembre de 2012

fiebre


Ella brotó en mí
la flor más rota e improbable.
Fango de palabras ajenas,
cúmulo de una historia
opaca. El terror
como un asco en los bronquios. Y
sus espinas atraviesan mi
pulmón. Llevo dos días así,
sudando en la misma cama, mirando
películas que no quiero ver. (Las películas
me aburren aún más
que los libros). Mi corazón un desecho
radioactivo; casi todo en mí es culero
y ya se ha podrido.

Ella
brotó inadvertida; siempre
anunciada a suspiros. Su cauce
al final del delirio, de la pérdida
de soles girando
a merced de cualquier hijodeputa
que ose un revolver
y la idolatría estúpida suficiente
para creer que sabe dónde
apuntarlo. Oh flor maldita:
todo lo que se ha negado, abyecta, sorda, basura, tiradero, lodo,
mierda, gargajo de cerda en celo, diamante
bestial, he llorado
de nuevo
y de nuevo, cada vez
más viejo
y torpe; cada que pierdo otra máscara
de pequeño narciso narco-emperador de la nada,
de juan camaney siemprellegatarde,
de topogigio las puede todas con su cantinfleo astral,
de pendejo de ocasión en busca de aventón,
de no soy luchador pero le hago a la batalla.

Pero, para recobrar el humor
hay que dejar de ser
el chiste,
me recuerda la fiebre, mientras derrite mi cerebro
arden mis ojos, hierven mis webos
fuera de las cobijas que compré en la terminal
de autobuses.



Ella brotó en mí,
reina: fulgor de imposibles,
cruce de balas perdidas,
choque de químicos
fuera del laboratorio de lo real. Es un aullido
preciso, luna de sudor
en las rocas, sin
limón, a secas. He oído su canto,
brujas,
sus conjuros;
aquellos que no tienen dueño, ni buscan
apropiarse de ni madres. Sus hechizos,
en barata en algún tianguis entre semana, diáfanos, claros,
como el sonido de un estereo Hi-Fi en surround 5.1,
recién instalado en una troca del año, para subirle al volumen machín,
y transitar entre la angustia del año y el llanto.

Y
he llorado:
como prostituta nicaraguense en cuaresma, como monja
desquiciada ante un tribunal retro-futurista, como la niña
ñoña del salón al bajar del autobus con sus moños deshechos, como la madre que no conoces pidiendo un perdón que tampoco conoces, como
la galardonada actriz tras el escándalo en Sábado Gigante, como esposa abandonada por
un par de tragos, como la amante de ocasión que aspiraba a más de lo que ni quería, como sobrina manoseada exhibida en el aparador de Laura en América, como una hermana en un funeral sin dios, como la perra a la orilla de la carretera que muere sola bajo ese cielo azul. Ella brotó en mí,
la oí gritar, sus pétalos desgarrando mi garganta
al salir
la lucidez directa. Y mi boca
la de un animal,
ni siquiera adiestrado por completo; mi hambre
de intermediario, siempre; mi nombre como aquel
escrito en un diario que nadie se roba.


Pero, menos mal que no se inventa
problemas
que no tiene,
me recuerda la fiebre, mientras derrite mis cerebro
arden mis ojos, hierven mis webos
fuera de las cobijas que compré en la terminal
de autobuses.


miércoles, 26 de diciembre de 2012

Meditar: ¿estar presente o estar huyendo?


Texto para mi columna en Faena Sphere.

La meditación, debo admitir, tiene una pésima reputación. Se le conoce, en general, como una forma de auto-hipnosis. Es una fama que se ha ganado a pulso, y no por sí misma, sino por las tantas distorsiones que hay torno a su práctica. En el reino humano, no hay fenómeno que se libre de las tantas fantasías que nos vendemos con tal de evadir nuestra realidad. La meditación no está exenta de ser apropiada por esta tendencia, tan nuestra, de construir falacias en busca de la felicidad.
La práctica de la meditación se confunde, frecuentemente, con intentos por “espiritualizar” la vida con delirios metafísicos, o con alguna forma de seudo-terapia para los nervios. Lo repito, son intentos por esterilizar o mistificar nuestra experiencia —un afán por fugarse de la realidad, en vez de asumirla por lo que es—. En tales casos yo también desprecio rotundamente la meditación. Al menos tales versiones de la misma.
Entonces, ¿qué sí es la meditación? En los años que llevo estudiando, practicando y enseñando meditación, mi entendimiento de la misma ha ido mutando. Como sucede con cualquier cosa. A ratos la he erigido como la panacea para todos los males, mientras que por temporadas la he odiado y abandonado por completo. Pero regreso una y otra vez. Con el tiempo me permito formular la siguiente definición: la meditación es un método práctico para trabajar con la mente propia.

Donde quiera que vayamos, estemos con quién estemos, hagamos lo que hagamos, nos metamos lo que nos metamos, ahí está nuestra mente. Todas nuestras experiencias son registradas en aquella claridad receptiva que llamamos mente. Comoquiera tendemos a trabajar con nuestras proyecciones y no con el proyector. La meditación presenta un modo de trabajar con las texturas, estados, ritmos y narrativas de nuestra mente. Aquellas expresiones internas, digamos, que tiñen nuestra experiencia del entorno, y por ende el modo en que nos relacionamos con él. Ni más, ni menos.
Esto sucede de forma orgánica al establecer una práctica meditativa basada en nuestra sensatez. Entre más sencilla la práctica, de hecho, más efectiva. Adoptamos una postura básica para meditar (no hace falta pararse de cabeza, ni hacer flor de loto), y colocamos nuestra atención, una y otra vez, sobre nuestra respiración. Nada más. En la mente brotan todo tipo de pensamientos, no buscamos callarlos, pero tampoco seguimos el impulso de darle cuerda a cada idea que surge. Regresamos una y otra vez la respiración. Así, de manera natural, la mente se entrena a estar presente. Y al estar presente se permite irradiar su propia claridad; claridad que transforma, sin querer queriendo, todo cuanto toca.
Lo esencial, comoquiera, no es si meditamos muy cabrón, o muchas horas, sino establecer una práctica constante y continua. Y sobre todo, una práctica basada en la honestidad personal y no en la búsqueda de algún artilugio orientalista para evadir quiénes somos y dónde estamos. Intentémoslo.

martes, 18 de diciembre de 2012

Physics



(when two particles collide,
space is revealed
to be anything,
anything but nothingness.) And
surely, time is ripe
light
breaking down, like a schizophrenic primadonna
under the bridge. And the moon
is, but the loudest
whisper (slobbery and sexy)
tickling the ear-
lobe, with a truth
often thought too much,
much too incredible, much too
stunning, much too good to be true. (so motherfuckers call it a secret). And
surely, the taste of your sweat
is living
proof; a holographic testament
to the uncoiling riot of honey-
glazed galaxies (honey). Drink
me, you will see. Meantime,
I'll be chainsmoking laughter, and saving
money for the premiere.




sábado, 8 de diciembre de 2012

Cállese y escuche



Disfruto mucho de escuchar una orquesta sinfónica en vivo. Claro que no me gusta la música de cualquier compositor, y claro que hay orquestas que prefiero sobre otras. Pero de modo general, todo el ritual que presenta me parece formidable. La mera idea de que es una orquesta entera, compuesta de personas que llevan al menos 20 años dedicados a su instrumento, además del tiempo que llevan ensayando la pieza en cuestión, juntos y en lo individual… es motivo suficiente para prestar atención plena a lo que realizan. Con dedicación y precisión, pulen la interpretación de composiciones de gran complejidad y una vasta habilidad expresiva. Piezas cuyos compositores también dedicaron, de un modo u otro sus vidas enteras a crear.
Es una gran tradición occidental. Tradición por la cual se transmite una historia no-lineal, digamos, o emocional incluso, de nuestra condición. De tal suerte, desprecio rotundamente a la gente que habla o abre bolsitas de plástico mientras toca la sinfónica. De ser un narco-emperador, los mandaba fusilar. (Mínimo los sacaba a patadas, vetaba de cualquier función posterior y obligaba a la orquesta a empezar de nuevo). Digo, si tosen, o estornudan, pues es un acto involuntario. Pero que no puedan renunciar a la apremiante obligación que sienten de comentar algo mientras la pieza se toca, me parece, sin más, una chingadera. Digo, podrían esperarse unos minutos para compartir su penetrante epifanía sobre la naturaleza del mundo y el amor. Carajo.
Hay otra instancia que me irrita casi tanto como la antes mencionada falta de respeto. En Bellas Artes nunca falta un imbécil eufórico que, invariablemente, sea cuál sea la pieza o su interpretación, se levanta, apenas termina ésta y grita “¡bravo!”. No lo soporto, incluso cuando en verdad hasta comparto su asombro y alegría. Me da la impresión de que lo que neta quiere es hacernos saber cuánto gozó él la pieza. O como que quiere hacernos saber cuán vivo está, o que se curó de alguna enfermedad crónica o salió de una depresión. Qué sé yo. Me alegra por él, pero se podría esperar un poco, a que la pieza realmente termine. Paladear el silencio unos instantes, dejar que se disuelva la vibración. Y luego, ya pararse y hacer su show.

Esperar en silencio al final de una pieza es parte fundamental de la composición como tal. Permite 1) apreciar y digerir lo que acaba de acontecer; 2) la música, la secuencia particular de sonidos y pausas, la configuración y combinación de notas, modos e instrumentos recién han a) afinado el oído de un modo específico, alterando, de paso, nuestra concepción del silencio; y b) atravesado el cuerpo y las emociones, dejando al escucha, básicamente en un estado de atención o conciencia distinto a como llegó. El silencio al terminar la pieza es para esto, para saborear los contornos de la propia receptividad, y sentir cómo la música se disuelve con el entorno completamente.
Pero parece haber una fobia ante tal silencio. Una necesidad por prontamente asimilar lo que ha acontecido, y asignarle un lugar y una definición. Puede que ese silencio abrume, por la experiencia corpórea que implica, o la soledad existencial que exhuma. No lo sé, pero apostaría a que se relaciona a una concepción del silencio como una nada, y no como un espacio pleno de receptividad, un espacio viviente. Parece que lo concebimos como esa nada que nos recuerda a la muerte. Por ello la compulsión por llenarla cuanto antes, con algún recordatorio de nuestra existencia. Lo raro es lo siguiente: si de hecho existiéramos como tal, ¿qué necesidad de recordárnoslo? Más bien, pienso lo siguiente: gracias a que no existimos —a que somos un efímero y brillante síntoma del mundo—, podemos vivir; vivir y escuchar la música de quienes han procurado plasmar de modo no necesariamente verbal esta experiencia viviente. Experiencia viviente que nos rebasa. Por ello, por favor, querido lector, una petición: cuando vaya a escuchar a la sinfónica, siéntese, cállese y escuche.



martes, 4 de diciembre de 2012

El escuadrón



Abrazando un frasquito
de Tonaya,
cualquier jardinera es el vientre
de mamá. Sí,
esa,
la que te pegaba
con el cable
de la tele.

Sí, esa,
tan pronta
para gritar
las chingaderas más crueles, como
para envolverte
en sus brazos y
olvidarte
de ti, en su ternura abismal.
Sí, esa,
la que tenía novios
además de papá. Y ellos
también te pegaban, y no
con el cable de la tele.

Y mira que no es excusa,
culero,
para andar así,
valiendo verga,
así;
pero la nostalgia
(por lo que nunca hubo)
es cabrona.