jueves, 9 de agosto de 2012

Linajes espontáneos

El texto de Julio para FaenaSphere.


Resulta imposible delinear con certeza el límite entre el mito y los hechos en la vida de figuras religiosas. Como suele ser el caso de la biografía de cualquier celebridad. Tanto de lo que se dice sobre la vida del Buda (Sakyamuni) nos llega a través de un milenario teléfono descompuesto, donde los sucesos y las fábulas se baten. Por ello, al abordar estas biografías, vale la pena tomarse las cosas con un grano de sal y con tres cucharadas de humor. No sería descabellado considerar que tanto de estas grandes narrativas con el tiempo convertidas en religiones comenzaron, incluso, como simples chistes. Lo que es indudable es que a pesar del tiempo tales anécdotas continúan fungiendo como analogías o parábolas muy eficientes.

Hay quienes prefieren buscar y validar los hechos en tales leyendas, procurando registros históricos y demás. Esto ayuda a poderle otorgar contexto a lo que se cuenta sobre el Buda. Sin embargo, es esencial indagar el sentido personal de estas historias. Como bien dicta aquella máxima: si no es práctico, no es espiritual. Tantos de los sutras comienzan con las palabras 'Esto he oído' (pali; evam me sutam), indicando que: 1) tales textos son un recuento, similar al modo en que Platón cuenta las aventuras argumentativas de Sócrates, y 2) que por ser un chisme (de segunda mano), vale la pena dudar de lo dicho. Es decir: pensarlo por uno mismo en vez de tomarles la palabra.

Las enseñanzas de una figura como el Buda no se reducen a lo que haya vociferado ante una multitud, y que, además, ahora se recuerde textualmente. Mientras que los registros escritos de las enseñanzas ofrecen una probada de lo sucedido, no representan la totalidad de las acciones de un personaje como el Buda. Tales textos sirven, sobre todo, para establecer una autoridad canónica, dando soporte a instituciones y linajes que, por un lado, preservan las enseñanzas ante el paso del tiempo. Por otra parte, sus mitos y textos sirven para validar un orden político particular en la región. Para ello, sus jerarquías suelen descartar la experiencia individual, acumulan, en cambio, seguidores que en vez de investigar la realidad se acomodan con una versión pre-masticada de la misma.

                                        


El otro lado de esta moneda es considerar las instancias donde una figura como el Buda --o alguno de tantos Budas anónimos-- transmitió sus descubrimientos, sin que alguien guardase un registro de ello. La ausencia de un registro escrito no le resta validez o potencia a un suceso. Hay linajes que ni siquiera saben que son linajes, y tampoco importa que lo sean. Pero igual transmiten enseñanzas precisas sobre la naturaleza de la mente y de la realidad. Sería ridículo pensar que solo los budistas tienen algún monopolio sobre las enseñanzas budistas. La realización que el buda logró no fue compartida exclusivamente en situaciones que derivarían en instituciones religiosas.

No niego la importancia que tiene una buena instrucción, en particular ante la infinita capacidad de auto-engaño del ser humano. Pero quedarse a esperar la validación de un linaje, es como pasarse la noche preguntando a la pareja si el acostón estuvo bueno: ¿qué no estuviste presente mientras lo hacían? De esta reflexión me quedo con lo siguiente: 1) eso de la espiritualidad implica cuestionarse honestamente las motivaciones propias, una y otra vez; y 2) ¿cómo diablos sabes que lo que te acaba de decir el imbécil de a lado no es una transmisión del mismísimo Buda? ¿Porque no porta túnicas, no huele a sándalo y tampoco habla como Yoda?
                                   

viernes, 3 de agosto de 2012

Cenicero de Hotel

La columna de Julio para RAZtudio.


Durante temporadas de mi vida los hoteles de paso me han servido de guarida. A estos espacios he confiado mi perra soledad y el desenfreno necesario para continuar comulgando con el mundo. En sus camas he sido reeducado una y otra vez sobre los posibles significados de la palabra “humano”; bajo el refugio sonoro de Telehit he saboreado la ternura que guarda declamarle injurias a una extraña; en sus techos he contemplado mi pobreza mental; y en sus espejos he visto cuerpos ir y venir, tanto como de pronto me he encontrado con la mirada ajena de un tipo idéntico a mí. Tales sacudidas a las certezas sobre quién soy y qué quiero, con el tiempo derivan en una serenidad más plena. Pero esta serenidad jamás llega antes de encender un cigarrillo.

Sí, fumo en estos espacios cerrados, y aunque la Ley Antitabaco del Distrito Federal prohíbe fumar en estos espacios, no puedo ni imaginar que no se fume ahí adentro. ¿Qué se supone debo hacer entonces, conversar? ¿Hacer respiraciones yóguicas acaso? Además, nadie me dijo que no podía fumar. En la recepción se limitaron a preguntarme si quería “la promoción de 6 horas” (que es una manera discreta de preguntar si “solo vengo a coger”). De hecho, me entero de tal prohibición gracias al cenicero que tiene grabado el símbolo internacional de no-fumar, y debajo lee: GRACIAS POR NO FUMAR. Es como si sobre el buró hubiese una lata de coca-cola abollada y agujerada que tuviese grabadas las palabras “Gracias por no fumar piedra”. Es curioso que sea por un cenicero que me entero que “no está permitido” fumar. En este caso fumar o no-fumar no es un dilema, pero tampoco es precisamente una ironía.

Un cenicero que dice “gracias por no fumar”, no solo dice “fume pero no fume”, sino que establece, y recuerda, que hay un código. Dentro como fuera del hotel, el código precede a la ley. Esto es terrible en cierto sentido y muy intuitivo en otro. Es gacho porque resulta permisivo, y reitera una flexibilidad de la ley; pero es intuitivo porque remite al origen de la ley: procurar el bienestar común. Si no se funda en la empatía la ley es prácticamente imposible. Su contraparte es: “yo me hago el occiso si tú te haces el occiso”, un código necesario para tener leyes de otro modo intolerables por su rigidez. ¿Pero cuál es el límite de estos pactos tácitos? En el caso de los ceniceros no concierne si fumas, lo que concierne es que recuerdes uno de los principios básicos del hotel de paso: la discreción. El hotel de paso es un sitio donde no importa lo que hagas dentro de tu habitación; lo importante es que es tu problema, y solo tu problema, mientras no lo hagas problema de alguien más. “El respeto al derecho ajeno es la paz”, dicen.
                

Pero, ¿acaso la hipocresía resulta más virtud que vicio? Digo, se puede concebir la hipocresía como muestra de una sensatez requerida para sobrevivir y tolerar las ambigüedades de la vida; incluso puede verse como un modo de asumir cuán efímeras son nuestras opiniones, preservando así el derecho a retractarse. Estos ceniceros —en plural porque la mayoría de los hoteles de paso en el DF los tienen— me han llevado a preguntarme si esa tan mexicana doble moral, esa que tanto suele irritarme, no será evidencia de una sabiduría tradicional aún indispensable. ¿Será que al preservar las apariencias se guarda más que las apariencias?
Puede que guardar las apariencias sea una forma de presentar respeto a los ancestros o a la evolución misma, por medio de tradiciones. También puede que sea un modo de lidiar con el caos del mundo, por medio de fórmulas fijas. Digo, ¿para qué hacerle al cuento de no-fumar, si todos sabemos que se va a fumar? Estas formalidades, aparentemente huecas o incongruentes, aluden a la necesidad de un orden político para la sociedad humana. Para sobrevivir como especie colaboramos, renunciando a ciertos impulsos para proteger nuestras libertades. En otras palabras, en sociedad disimular es parte fundamental de subsistir, tanto como es requisito para fumar donde se supone no se fuma. Para formar sociedades humanas se requiere una autoridad que, en el mejor de los casos, sea responsable ante a quienes le otorgan poder (la relación entre un Estado y un Estado de Ley). Esto implica un equilibrio en constante movimiento, donde distintas fuerzas deben competir y cooperar. Para mantener esta constante tensión, tales fuerzas, necesitan tener e intercambiar secretos. Pero son secretos a voces; es decir, secretos que en realidad son evidentes, pero cuyas apariencias mantenemos para perpetuar un orden (a menudo patológico). Guardar las apariencias, comoquiera, hace tolerables las contradicciones constitutivas de cualquier nivel de convivencia.
Cuánto rollo para hablar de un cenicero; bien pude haber abierto la ventana y fumado con la cabeza de fuera. En fin, con esto en mente, contemplo la sapiencia de Robert Downey Jr cuando dice: “Escucha, sonríe, accede, y luego ve y haz lo que te de la gana de todos modos”. Por ahora prenderé otro tabaco y tiraré la ceniza justo donde dice “gracias por no fumar”; además, lo haré jugando a que es una ofrenda pagana a la estabilidad que solo un simulacro puede propiciar. Aquella estabilidad necesaria para el progreso (el descubrimiento del WiFi, el condón, el MDMA o el Bosón de Higgs, etc.). Son mis 6 horas; ya las pagué.