domingo, 21 de agosto de 2011

crónicas I

algunas memorias (seguramente distorsionadas) de situaciones pasadas:



Alguna vez, hace más de media vida, robamos una ouija del supermercado. Por algún motivo nos parecía el método correcto de apropiarse de una ouija. Llegando a casa, dispusimos la mesa, apagamos las luces (seguro fumamos algo moderadamente psicotrópico) e iniciamos con la tradicional pregunta de “¿Hay algún espíritu aquí?”, a lo cual el triángulo comenzó a moverse. De pronto era una sensación de estar en otro plano, de que la habitación—o lo que creía era esa habitación—estaba poblada por todo tipo de entidades bizarras y gelatinosas. El triángulo por fin se detiene en: “NO”.  Carajo, ¿entonces qué está pasando? Así, nuestra siguiente pregunta fue: “¿Quién está moviendo el triángulo?”. Y de nuevo la emoción de que se movía el triángulo sin una dirección voluntaria. Primero apunta a la “T”, y en mi cabeza pienso en nombres y acrónimos que empiecen “T”, todo el tiempo temeroso de no hacer encabronar a algún tipo de ultratumba. Seguido, el triángulo empuja nuestras manos y aterriza en la “U”. ¿Qué?, ¿T?, ¿U? Ah, claro: tú; es decir “yo”. ¿Yo esto moviendo el triángulo? Vaya, pero qué espíritu tan escéptico nos tocó. 
                                                                               ***


Qué desatino el mío, en el funeral de mi tío decirle a mi madre que si me muero no vayan, pero ni de puta broma, a llevar cualquier forma de agente de la iglesia a mi entierro. “Me incineran y tiran mis ceniza en algún lado mientras tocan un disco de salsa, y ya”. Supongo que cada quién lidia con la muerte de un ser querido como mejor entiende. En mi caso, fue un poco de rabia para soportar el efecto de irrealidad de ver el cadáver estático de mi tío. Juraba que aún respiraba, y que esa sonrisa burlona en su semblante estaba a punto de quebrarse para reírse de mi incredulidad. La muerte nomás no se puede representar. Chingá. Entra un padrecito y pone una grabadora y dice todo el rollo. Decido sentarme y odiar a todos por rezar y permitir que este tipo se apropie la muerte de mi tío para su credo. Pero en verdad que solo lidian lo mejor que pueden, también. Cuando se llevan el féretro empiezan a llorar y yo, en mi duelo y demás, solo pienso “¿por qué chingados lloran?, ¿no que creen en la vida eterna y la transmutación y no sé qué tanto?” 

Después comí tacos hasta decir basta. Fui a la casa, puse un disco de los Cadillacs  que le gustaba a mi tío, y que justo ahora un vecino escucha, y lloré y lloré.

Al día siguiente, voy en el auto con mi madre quien me da un aventón a mi casa tras una comida familiar. Ella irrumpe el silencio y las trivialidades con: “pero es que ahí estaba, y luego ¿cómo va a ser que ya no haya nada ahí?” Recuerdo el efecto óptico de ver que aún respiraba, para negar la muerte, recuerdo los libros sobre los orígenes de la religión y el animismo, y todo eso sobre cómo los ritos fúnebres son universales: aquí y en China. Mamá me pregunta: ¿Eso es todo?, ¿Qué pasa cuando alguien se muere, se acaba y ya? Por un instante, por la sinceridad en la pregunta y su porvenir, siento una genuina conexión humana con ella, como nunca antes. Me halaga, de pronto, que piense que quizás en algún libro o en algún retiro con monjes tibetanos de algo me haya enterado. Y noto las ganas de poder decirle alguna certeza. “No sé”, le digo, “no sé”. Antes de bajar del auto la abrazo fuerte.

                                          ***


Durante dos años comí casi diario tacos de guisado. Eran buenos tacos, a 5 pesos, y a media cuadra de mi departamento en Abraham González.  Juan, el taquero, era admirablemente disciplinado y en general bastante silencioso. Solo una vez le subió a su radio a buen volumen, para hacer retumbar el puesto de lámina con “Ni tu amigo, ni tu amante” de los Yonics. Admitiré que fue algo así como una experiencia mística: una experiencia memorable, donde todo parecía estar sintonizado y de un dramatismo que honra los sabores y sinsabores de los absurdos perfectos de la vida humana (etc.).

Una tarde, debido a un tatuaje de un demonio tibetano que pinta mi brazo, Juan me pregunta: “¿Crees en Dios?” No pude evitar reírme un poco: “Aguanta, compa, estoy comiendo tranquilo, ¿qué pasó?” Se ríe un poco, pero no deja de esperar una respuesta. Termino un taco de picadillo con salsa habanera y le digo: “el problema es que ni siquiera sabemos de qué estamos hablando, ¿no?” y sigo, “no sé si lo que tú crees que es Dios es lo mismo que en lo que yo; mejor dime, Johnny, ¿cómo es ese Dios para ti?” Juan me observa, duda, y luego: “Si dejas a Jesucristo entrar en tu corazón, cambias”. Le brillaban los ojos, mientras me pasaba este dato sin duda derivado de algún servicio al que asiste. “Puede ser, Johnny, pero ¿apoco no cuando te subes al metro en Indios Verdes, para cuando llegas a Balderas también cambias?” Compartimos, según yo, un momento de perplejidad. Pagué mi cuenta (ya debía una semana de tacos) y me despedí.

jueves, 4 de agosto de 2011

mapa libidinal

escrito hace un año para una revista que quedó a deberme una lana, aquí va un reportaje modesto sobre el entretenimiento adulto en el DF.


 A diario negociamos nuestra supervivencia y nuestros placeres con el resto de la humanidad. Transitamos, cruzamos, batallamos, choreamos, trabajamos, aguantamos y demás. Produciendo, consumiendo y pasando el rato. Pero de toda esta enmarañada red de presta, toma y ahí te va, siempre sobra algo. Siendo así, la pregunta es: ¿qué hace cada quién con su pedazo de excedente, con ese exceso que portamos, eso que algunos filósofos han bautizado como La Parte Maldita?


Si bien no es posible, o conveniente siquiera, decir y hacer todo cuanto se nos ocurre y antoja, dónde y cuándo se nos de nuestra regalada gana (imagina, por ejemplo, la catástrofe personal que ocasionaría decir todo lo que cruce por tu mente un solo día de tu vida), tampoco se puede sencillamente descartar todos esos impulsos. Digo, ¿a dónde se van; apoco de pronto se esfuman en la nada? Los deseos se acumulan en ebullición, nos habitan y movilizan—ya sea que nos parezcan buena idea o no. Pero sobre todo: los deseos nos rebasan. Así, llega, invariablemente, el momento en que nuestra limitada existencia humana nos alcanza y dejamos de estar dispuestos a retrasar nuestra satisfacción; el humor ya no nos alcanza para seguir espere y espere, disimulando, sonriendo tímidamente, fingiendo cordialidad y paciencia: queremos algo inmediato: ahora o nunca. Buscamos de un modo u otro manifestar nuestros deseos en un estado carente de consideraciones para con un futuro incierto—de todos modos vamos a morir. En estos instantes de ruptura con el orden establecido en nuestras vidas productivas, preferimos la ferocidad de nuestros impulsos al desnudo y un desahogo total, aunque pasajero. Algo nos conduce a dejar atrás nuestras mejores ideas y planes, a cambio de nutrir y estallar los sentidos en el presente.

Pocas cosas resultan tan peculiares y fascinantes como aquellos espacios donde este exceso, este cúmulo de pulsiones, es permitido bajo ciertos códigos. Y esta ciudad, con su sin fin de recovecos, esquinas, antros y laberintos, ofrece un amplio carnaval de fantasías y perversiones. El mapa del entretenimiento “adulto” del Distrito Federal dibuja marcas en lugares inesperados, con una gama bien surtida de variedad y tonos. Podríamos de cierto modo considerarlo como un mapa libidinal de esta ciudad, que va, sin duda, desde el refinamiento de lo más sutil—represivo incluso—hasta el éxtasis de lo grotescamente explícito, transitando, sin demora, de lo divertido a lo espantoso, ida y vuelta con hartas escalas. 

Pensemos por ejemplo en sitios web como Divas.com donde se puede escoger “acompañantes” con referencias incluso de haber aparecido en revistas como Playboy o Penthouse (me cae que ya sólo les faltan referencias firmadas de artistas y políticos,). Tal como se puede echar un vistazo a cualquier periódico de circulación nacional, para toparse con cientos de “masajistas” ofreciendo servicios las 24 horas; incluso con descuentos para los “mañaneros”, y paquetes 2 x 1. Pero, si se prefiere hacer la selección en vivo, pues hay burdeles disfrazados de estéticas o casas amistosas por doquier, así como avenidas como Sullivan, cuales escaparates de proyecciones, miedos y fantasías. ¿O qué tal un paseo por los perímetros del mercado de la Merced, o por San Pablo, donde conviven familias adquiriendo bicicletas lado a lado con sexoservidoras en servicio? Y este tipo de situaciones son, dentro de lo que cabe, de lo más divulgado y expuesto del GPS libidinal de esta ciudad; los intercambios que llegan a suceder a diario en esta ciudad sin consentimiento mutuo, involucrando tráfico humano (y en especial de menores) es algo terrible.


Para quien gusta del striptease, abundan los teibols en nuestra urbe; desde los de alto caché con chicas internacionales (y otras tantas pretendiendo internacionalidad), retacados con un enjambre de oficinistas lascivos y alcoholizados, comprando boletos y coreando “eh eh eh eh”. Hasta antrillos con chavitas espantadas, traídas a la fuerza de zonas rurales marginadas que miran al cliente con un desconcierto inconsolable. En cambio, si se anda con ánimos de atestiguar qué sucede con el excedente libidinal de los militares en día libre, falta sólo visitar la plaza de Garibaldi o algunas regiones del Centro Histórico para adentrarse—a riesgo higiénico del visitante, claro—a uno de los tantos locales que anuncian “Sexo en Vivo”. Sitios como el afamado (¿o difamado?) Catorce o La Navaja (también conocido como La Chaqueta ¿o era La Chaquetita?) dónde es el público quien participa en el show de Sexo en Vivo. Desfilan y colaboran—sardos en general—en darle un repasón a una ya añejada dama de la noche venida (sin y con albur) a menos. Ella recibe sus cuerpos y fluidos con un batidero de entusiasmo y resignación. A los participantes, de premio, se les regala su chela y un condón. También por la plaza de Garibaldi (así como un tour por la Calzada de Tlalpan), se puede visitar espacios donde se aplazan y desfilan todo tipo, grado y etapa de travestismo y transgénero, explicitando toda una cornucopia de posibilidades, posiciones y formulaciones de deseos que dejaría boquiabierto cualquier programa de estudios de género universitario—incluso se cuenta de un antro de Sexo en Vivo con enanos, para quién ande algo mini-picaresco.


Todo un embrollo sublime-asqueroso-místico-estúpido-deleitable-volatil-terrible-sórdido-y-demás de cines porno mal alumbrados donde no falta quien administre apoyos manuales, cabinas en cafés internet con su paquete de kleenex incluido, redes virtuales para encuentros “casuales” con infinidad de perfiles, vecindades con cuartos oscuros 24 horas, videoclubs, grabaciones clandestinas amateur, karaokes con tipos mal rasurados haciendo melancólicamente de Yuri a deshoras. Aunado, claro, a todo tipo de coqueteos, roces y acosos en el metro, en el pecero, en hoteles y moteles. Presione aquí, sobe acá, inserte lengua aquí, desvístase así, dejé ahí, véngase pa’ acá. Habitamos un espacio repleto de insinuaciones, donde cualquier cosa puede ser albur. Con el cuerpo arrojado entre cuerpos, a la intemperie de escarceos, cachondeos, manoseos, arrimones y lo que se guste y mande y se llegue a concebir y etcétera, etcétera, etcétera… Aí nomás.

Con esto en mente, relataré un par de lugares para quien ande en busca de “experiencias”, considerando las inclinaciones más reconocidas de los lectores de esta revista. Cada quien tendrá su grado de intrepidez y espíritu de aventura, aquí un par de opciones que si bien trastocan ciertos tabúes, tampoco exigen tales aperturas a lo aberrante como otros casos prometen. Uno de tales rincones nocturnos es el Club SW, ubicado a un lado de la Ciudadela, cerca del metro Balderas, que como su nombre indica, es un club Swinger. 

Por afuera puede llegar a parecer más bien una fiesta en un local cualquiera, ya que no se ve más que una pequeña entrada por una cortina de seguridad; pero ya adentro, es sin duda un centro nocturno bien equipado y alumbrado incluso. No se puede entrar sin pareja; pero una vez pagado el cover les ceden una mesita de mantel blanco rodeando la pista de baile. Hasta alrededor de la una de la mañana, parecería cualquier otro antro—salvo que es un poquito más oscura la iluminación—, donde los comensales beben, platican y bailan un poquito de esto y un poquito de lo otro. Ya que el reloj marca la una, quitan los videos musicales de las pantallas, donde ya sólo se leerá Club SW, y al pequeño escenario al fondo de la pista de baile arriban un sujeto y una dama (a veces son dos tipos y una chava). Al ritmo de alguna melodía pop se desvisten con un striptease, para pasear, presumiendo sus cuerpos a los espectadores. A manera de invitar a los clientes a tener sexo seguro, enfundan el miembro del tipo con latex (en ocasiones es alguien del público quien pasa a hacer los honores), y sin más se ponen a darle ahí mismo. El show habrá de durar [sic] una media hora, con cambios de posiciones y alguna que otra intervención del público.
Una vez culminado el show se abre pista: el cuarto oscuro. Detrás del escenario hay un pequeño cuarto (oscuro, claro), a donde se puede pasar a emular el show antes visto con algún invitado o con quienes ahí se encuentran o van pasando. No tiene mucho chiste el cuarto en sí; no es más que una pequeña habitación bordeada por un sillón para apoyarse tantito. Supongo que el chiste se lo otorgan los visitantes. Esto tiene cierto protocolo, claro: no se puede entrar solo al dark room, hay que entrar con pareja, aunque ya adentro puede que participe o no; y, nadie está obligado a nada y puede, en cualquier momento decir “no gracias o ya no quiero”. Este segundo punto es el axioma más importante de cualquier intercambio sexual: la voluntad propia debe estar garantizada, para que el juego sea un juego de muto consentimiento donde el deseo pueda, en efecto, estar presente en todos los participes. El Club SW, aclara esto con anticipación y retira a quienquiera que no acate estas normas, de manera inmediata.

Otra opción, si bien algo más esporádica es la llamada Fetish Night que sucede un par de veces al año en el club UTA, en el Centro Histórico. Para ello hay que estar pendientes a sus avisos en su Facebook o suscribirse a su lista de correos. Esta alternativa se basa más bien en las prácticas eróticas del sadomasoquismo y las subculturas que se identifican con ello. Los atuendos son increíbles (y algunos sencillamente están muy chafas), creando un ambiente extraño, como de ensoñación, pero como todo buen centro de BDSM, es, en principio, un espacio sumamente tolerante a la diversidad de los usos del placer.

 En dado momento de la noche comienza el espectáculo, con una chava vestida en pieles que pasea de una correa a su esclavo quien viene gateando tras ella. Así, desfilan todo tipo de látigos y botas, presentando una variedad insospechada de maneras de someter, enaltecer, humillar, adorar, explorar, penetrar y amarrar a un otro. Hay varios eventos de este tipo al año en la Ciudad de México, para enterarse sencillamente hay que entrar en contacto con la comunidad de participantes interesados y procurar a tiempo dónde y cuándo. El Sadomasoquismo es una de las prácticas eróticas más interesantes posibles, dado que juega directamente con los afectos y disposiciones de las personas sin necesariamente requerir de una conclusión a través del coito o el orgasmo. Siempre habrá de procurarse la confianza de que el juego puede acabar en el momento en que quién así lo quiera así lo determine. 

En fin, en el ámbito de lo erótico TODO se vale, siempre y cuando los participantes consientan en ello (y para ello tienen que estar en condiciones de consentir: de libre y espontanea voluntad, facultades completas y de edad adulta). Para un roto siempre habrá un descocido. Este exceso libidinal que cargamos es extraño y nos rebasa. Sin duda, es parte ineludible de quién somos la forma particular en que erotizamos y fantaseamos y deseamos y actuamos en base a esos deseos. Con qué afán procuramos ese instante en que descartamos esa angustia diferida por la cual parece que sólo morimos y morimos, poco a poco, día a día. Ansiamos, si tan sólo un instante, vivir y no sólo morir. A eso nos empuja esa Parte Maldita.