miércoles, 1 de junio de 2011

credibilidad


breve reflexión sobre los medios (y el poder) para la revista Animal.


Los medios justifican los medios. De los fines, salvo que en efecto llegue todo a su fin, no se puede concluir mucho más que un rebosante “quizás”. Comoquiera, en lo personal, cuando veo la tele, yo me proyecto. Lo considero un requisito accidental para lograr involucramiento con lo que transcurre en la pantalla. Así, cada que veo la condena de un sujeto en la TV, me veo obligado a preguntarme sobre lo fácil que sería que la televisión arruinara mi reputación, al grado de quebrantar mis relaciones personales, vis a vis, aquello que llamo mi vida. Digo, no que yo sea el tipo más respetable o el parangón de la moralidad, pero el manejo que hace la TV de la imagen de las personas, remite a su capacidad de conferir o retirar credibilidad. Y aquello del credo, según entiendo es un concepto básicamente religioso, ¿no?

Me lo cuestiono cuando veo el caso de Assange (wikileaks) o el más reciente de Strauss-Kahn (el Kalimba gúero del FMI), y en especial cuando observo shows como COPS, o antaño programas como Duro y Directo. Puede también considerarse para este motif cualquier noticiario donde algún ciudadano sea enjuiciado por los medios antes de ser legalmente procesado. Así, viendo cómo inculpan a un hombre de asesinatos seriales en la TV, noto el modo en que mi ojo recorre su rostro, buscando, sin querer, alguna marca de criminalidad en la semántica de su fisiognomía; una suerte de frenología del gandallismo. De tal modo, termino más bien preguntándome sobre cuánto de la culpa que le voy adjudicando deriva más de los efectos de iluminación y edición que otra cosa. ¿Cómo cambiaría, por ejemplo, mi opinión (aún borrosa, debo admitir) sobre el Chapo si cada que lo mostraran en la TV fuera más como un anuncio de Coca-Cola, con música de fondo de Coldplay?


Pero la pregunta neta en este caso es: ¿qué tanto trabajo le costaría a la TV destituir la credibilidad o afecto de tus amigos… de tu familia… de tu pareja? (Tu mascota no aplica, porque no ve la tele ni lee periódicos). Parte del efecto de la TV, según observo, en particular con lo considerado “realidad”, es que obliga al espectador a mirarse como parte del espectáculo. Siendo que pasamos tanto tiempo mirando y deduciendo pasivamente sobre las imágenes que atestiguamos, no es tan fuera de lógica considerar que también aprendemos a mirarnos bajo ciertos criterios. Con todas estas imágenes y retóricas modificando nuestro entorno y nuestra percepción del mismo (y así sucesivamente), se puede comprender porque la palabra intimidad y la palabra intimidación se parecen tanto.

Todas estas reflexiones rondan por mi cabeza con mayor ahínco cuando, por ejemplo, miro al presidente Obama interrumpiendo la programación habitual, con su impecable elocución, para anunciar la muerte del hombre más buscado en el mundo (su casi-tocayo Osama). Todo esto, claro, en horas pico de un fin de semana de ratings abrumadores tras la boda real y la beatificación de Juan Pablo II. Lo que es ciertamente apabullante es cómo todas estas figuras tienen cupo en nuestras psiques y los imaginarios sociales (junto a Michael Jackson, Evita, el Hombre Marlboro y Bono). Estos personajes que deambulan por la pantalla, volviéndose más reales que la realidad, se han vuelto referencias para la definición de lo que consideramos día a día La Historia. En otras palabras, dan la impresión de una gran narrativa de la cual somos participes, una narrativa que logra competir por volumen (como en una suerte de crossfade) con la narrativa personal a la que tanto empeño ponemos. Por ello, creo que la palabra “política” bien podría extenderse a la proliferación de sitcoms contemporáneos, con toda su ironía autoreflexiva como modelo de subjetividad pasiva, o a los llantos de telenovela como grado cero del humanismo posmo.


Para mí —y esto es generacional— resulta casi imposible imaginar un mundo antes de la TV. No lo habría siquiera considerado de no ser por una reciente lectura de un pequeño libro de Eduardo Liendo: El mago de la cara de vidrio (Ediciones Colihue, 2006). En esta breve novela, el autor venezolano se remite a la época cuando los televisores se comenzaron a producir masivamente y entraban por primera vez a las casas. Describe así, cuando llega la TV a casa de una familia, y cómo el padre, quien se ve desplazado por el aparato, sospecha de que este “mago con cara de vidrio” hable con su familia todo el día. Y peor aún, que ellos le otorguen tanta atención y devoción. Al final, el protagonista pierde la batalla contra el televisor, que termina por quedarse definitivamente en su casa, como un huésped inadvertido e invencible.

En otras palabras, lo que el protagonista nota es que su familia responde al “mago de la cara de vidrio” presentando los síntomas de un muy avanzado síndrome de Estocolmo. En este caso dicha patología tiene varias connotaciones: 1) se refiere a la negación torno a los hechos que desarrolla la víctima de un secuestro aunado a una especie de encariñamiento con sus captores; y 2), porque uno de los casos más populares de dicha sintomatología se dio con la nieta de Randolph Hearst, el magnate mediático, en quien se basa el personaje central de Ciudadano Kane. El caso es más allá de curioso: el reino mediático de los Hearst no pudo prevenir que en febrero del 74, Patricia Hearst fuese secuestrada por el llamado Ejército Simbionés de Liberación. Posterior al secuestro, Patty fue vista asaltando bancos a mano armada y además se le escucha en grabaciones defendiendo los ideales del Ejercito Simbionés. Tras obtener cuantiosas donaciones de comida para los pobres, la mayoría de los miembros del Ejercito Simbionés fueron asesinados y Patty, tras el rescate, llevada a juicio. Patty Hearst cumplió una condena que el presidente Carter redujo y décadas más tarde, fue indultada por el presidente Bill Clinton (¿buenos contactos?). Ahora podemos ver a Patty en algunas películas de John Waters, pero su persona pública habrá siempre de llevar un halo de incertidumbre, sobre si en efecto fue síndrome de Estocolmo, o si fue parte de su propio y maquiavélico plan. Quizás ni siquiera ella lo sepa.
De tal modo, el dilema no es necesariamente sobre los contenidos y estilos de los medios per se, sino las relaciones que mantienen éstos con los gobiernos y los monopolios que dichos gobiernos permiten. La TV per se no deja de ser buena compañía en la soledad, insomnio, aburrimiento, tedio, enfermedad, etc., y no deja, sencillamente de entretener. Digo, siempre se puede cambiar de canal o apagar el aparato. ¿O será que yo también padezco síndrome de Estocolmo?


2 comentarios:

Mr. Jazz dijo...

El inicio del texto me hizo recordar un capítulo de Los Simpson donde a Homero lo destruyen los medios por un video de supuesto acoso sexual...

fausto dijo...

Jazz. creo que debo volver a ver ese capítulo. tienes el link? por lo demás, me da gusto oír de ti. y está chingón tu blog. síguele dando... saludos.