martes, 16 de noviembre de 2010

la publicidad y la muerte

otro texto de mi columna en Max...


Resulta apabullante la cantidad de mensajes a los que estamos sujetos en una urbe como la Ciudad de México. Basta con salir una breve temporada al campo y apagar los aparatos electrónicos para, al regresar, encontrar suficiente contraste desde el cual apreciar el asedio publicitario. Es uno de esos gestos divinos de la modernidad: la continua quesque-renovación de la noción de actualidad. Así se perpetúa la sensación de que algo está pasando, dictaminando, de paso, sobre qué se trata el presente histórico.

No sé realmente que tan complicado sea idear una campaña publicitaria para una funeraria. Podría parecer como algo muy delicado, requiriendo gran tacto, pero (a) no puede ser más difícil que anunciar tampones, y (b) las religiones organizadas llevan ya siglos de experiencia con el tema. “Cuando no tienes cabeza para pensar, nosotros pensamos por ti”, lee la más reciente campaña publicitaria de una de las funerarias más prominentes de la nación. A primera instancia alude a la asistencia profesional que ofrecen durante el shock y la titubeante irrealidad ante el duelo por la muerte de alguien cercano, pero podemos también leer otras tantas implicaciones en su mensaje. Considerando al ingenio publicitario como sintomático de una era, ¿acaso no encontramos entre sus palabras algo más (y algo menos) de lo que pretenden decir?

Veamos: (1) ¿qué tanto confías en que alguien (particularmente un negocio) piense por ti cuando estás vulnerable? (2) ¿Apoco sí permiten que pierdas los estribos a plenitud (que rompas el féretro a cabezazos o saques a patadas al sacerdote)? ¿No hacen más bien lo contrario, formulando un espacio donde sea estéril la emoción ante el único hecho ineludible del vivir: morir? (3) Es una elección curiosa de palabras, tomando en cuenta la narcoteatralidad en boga que instala cabezas sin cuerpos (y viceversa) por doquier, para marcar territorios y protocolos. (4) En relación al punto anterior, aparte, me remite al padecer Cartesiano de nuestra cultura: separando la psique del cuerpo, tanto como la razón de la emoción; cosa que resulta en uno de los métodos más ensayados para negar la brutal incertidumbre de la muerte, intentando imponer la existencia de alguna esencia abstracto-bizarra que trasciende la descomposición del “cuerpo”. Así morir ni es morir (ni vivir vivir, ¿no?).

Comoquiera, a ratos así se siente rondar por una ciudad tan atascada de mensajes publicitarios: como si, en efecto, mi cabeza no está en mis hombros y se encuentra esparcida entre tanta insinuación. Todos esos anuncias piensan por mí. Y su efecto es tan avasallador que resulta inútil preocuparme por mi voluntad individual ante su plétora de sugerencias no solicitadas. Parece más sensato dejar que la paranoia llegue a su conclusión extrema, para mejor sentir alivio ante lo que de todos modos es urbanamente inevitable: la publicidad y la muerte. Además, quizás tengan servicios pro-bono y puedan pensar por mí tan a menudo como me beneficiaría de tener “cabeza” para hacerlo por cuenta propia.



viernes, 5 de noviembre de 2010

techgnosis sexualis

Este texto fue un encargo para Max sobre sexo y tecnología...

Generalmente, al hablar de sexo y tecnología, las discusiones tienden a inclinarse sobre alguna idea moralista sobre la interacción virtual, llena de una nostalgia utópica por un ayer donde la gente aún era gente y se conocían en persona (como la gente que es gente). La otra es que suelen deambular por algún debate torno a la naturalidad del uso de aparatos y pilas en la cama. Dudo que sea de mucha consecuencia alegar sobre el aislamiento que disque produce la red en las personas, ya que dudo también de la supuesta intimidad que se le atribuye a las interacciones “en vivo” por default. Estas supuestas polémicas se formulan como si no estuviésemos atiborrados de estrategias bizarras para comunicarnos, sarcasmos fallidos, dobles intenciones y múltiples malentendidos. Además—por jugar al abogado del diablo—la distancia virtual del chateo, a ratos permite la seguridad suficiente para propiciar algún tipo de franqueza. Pero hay un fenómeno que me intriga aún más: ese efecto bizarro que puede generar una conversación chateada gracias a la falta de voz, gestos y contexto en lo que se dice. Me intriga porque me parece que pone de manifiesto lo tanto que nuestra comunicación (virtual o no) depende de una gran tolerancia a los desentendidos.

Somos humanos (seres conscientes de su propia muerte, inmersos en el lenguaje desde que nacemos) y como tal nuestras vidas se ven continuamente alteradas por la tecnología, de modo que la tecnología nos recuerda hondamente que no existimos como entidades aisladas e independientes en un vacío. Nuestras vidas dependen del resto del mundo, así como nuestras acciones tienen efectos en nuestro entorno. Siempre hemos sido cyborgs—dependemos del uso de herramientas, y mutamos con sus descubrimientos. Las cuestiones sobre la naturalidad y la autenticidad son alucinaciones raras que nada tienen que ver con la realidad de la condición y sexualidad humana. Además, natural, no es más que una palabra que usamos para designar algo tan incomprensible como el que exista algo en vez de nada.

Los cruces y roces entre el sexo y la tecnología se prestan para una amplia gama de exploraciones (y confusiones). Consideremos cuanta tecnología ha derivado de la sexualidad humana; podríamos incluso argumentar que toda tecnología encuentra parte de su motivación en la sexualidad, ya sea en algún aspecto del flirteo o por sus consecuencias posteriores. Así también, en casi todas las culturas del mundo tanto la tecnología como el sexo han sido centrales a la concepción del cosmos de dicha sociedad, consideradas en ocasiones como fuentes de magia e incluso de comunión con la divinidad. En fin, para indagar el tema de modo que resulte tangible para nuestros días, comencemos donde más conviene explorar las cosas que pasan en nuestros días: con un episodio de South Park.

En el episodio 6 (Over Logging) de la doceava temporada, con su lógica infalible y mordaz, South Park nos presenta algunos de los dilemas básicos de la relación sexo-tecnología en la actualidad. La trama va algo así: debido a un exceso de actividad en-línea, la internet como tal (es decir TODA la red) deja de funcionar en el mundo entero. Debido a ello, las personas—ya desesperadamente aburridas—comienzan un peregrinaje hacia Silicon Valley en busca de la señal perdida. En dicha aventura se suceden situaciones que ejemplifican algunas de las peculiaridades de la sexualidad en tiempos virtuales. Por un lado, Shelley, la agobiante y medio monstruosa hermana de Stan (el del gorrito azul con rojo), se histeriza violentamente—más de lo usual—porque sin señal no podrá comunicarse con su “amado Amir”. Lo curioso es que cuando, en un campamento para refugiados del internet, donde las personas toman un número para usar la red 40 segundos por turno, ella se encuentra en vivo con el susodicho: ante tal encuentro, ambos responden con un breve e incómodo saludo, para despedirse prontamente acordando pronto chatear de nuevo. En otras palabras, optan por permanecer dentro del juego de fantasías idílicas, suspendidas indefinidamente en la virtualidad, en vez de tener que lidiar con una interacción en vivo—y sus posibles desenlaces y desencantos. Pasa que en un intercambio en vivo las fantasías no tendrían el mismo soporte que la borrosa distancia del chateo permite. ¿Pero apoco necesitamos de redes sociales (facebook, myspace, et al.) o páginas de citas (match.com, adult friendfinder, manhunt, et al.) para impedir patológicamente que nuestras fantasías se cumplan? A veces que nuestras fantasías se cumplan es lo que más tememos secretamente.

Por otro lado, Randy, el papá de Stan, tiene un grave, grave problema: sin internet, no se puede masturbar. Pasa semanas acumulando una hinchazón testicular muy penosa, debido a una avanzada dependencia para con su secuencia predilecta de imágenes perversas (colegialas japonesas que intercambian fluidos corporales, bestialidad…). Randy dice, “después de todo lo que he visto y sé que está ahí, al alcance de mis dedos, sencillamente no puedo regresar a una simple Playboy”. Digo, no dudo—en lo más mínimo—que aún seamos capaces de masturbarnos sin internet—si fuese absolutamente necesario—, pero quizás el fino arte de (auto)erotizar por medio de fantasías imaginadas sea una práctica en peligro de extinción. Cuán distintas son nuestras vidas hoy en día a comparación de hace 5, 10 o 20 años debido a los alcances de las tecnologías en la vida cotidiana y nuestras relaciones. Y cuántas cosas nomás no cambian, como los celos, por ejemplo. Cosa que me hace pensar en todos los gadgets o programas que ahora existen para entrar al correo de una pareja o para localizarla por GPS vía celular, muy a la James Bond gandallita celoso. Negar que los avances tecnológicos tengan efectos sobre nuestra sexualidad y viceversa, sería tan absurdo como negar que la tecnología no afecta en nada a la NFL (y viceversa). Consideremos pues, la siguiente pregunta: ¿tener sexo virtual con alguien que no es tu pareja es una infidelidad? Y, ¿si fuese un intercambio sexual con un personaje de videojuego, es distinto que si fuese con el avatar de otra persona?, ¿por qué?

Bien podemos suponer que las respuestas a estas preguntas varían según la mentalidad y temperamento de cada persona, pero con el ritmo de aceleración de los avances tecnológicos, son preguntas que habrán de tornarse cada vez más pertinentes. Ya sea por la inmersión total en realidades virtuales—como un wii pero de cuerpo completo con retroalimentación multisensorial—, o por los avances de la robótica, el involucramiento sexual entre humanos y máquinas promete ir en crescendo. Esto trae a mente la serie de fotos Still Lover de Elena Dorfman (http://elenadorfman.com/art/still-lovers/index.html), donde muestra escenas cotidianas de personas con sus Real Dolls, la versión más sofisticada (y costosa) de una muñeca inflable. Quizás como pareja no se esté de acuerdo con que tu amado/a tenga coito (¿se masturbe?) con un androide, pero no por eso es necesariamente una infidelidad, ¿o sí? Ya a su tiempo se irán resolviendo los estatutos legales de tales cuestiones, para fines de divorcios y demás. Pero por similitudes aún parece más molesto (para quien le molesta, claro), encontrar a tu pareja con una aspiradora que con una muñeca inflable, ¿no?

Tras la muestra de tecnovirtuosidad 3D de Avatar, la industria del porno amenaza ya con traer a la pantalla producciones porno imax 3D; por su misma lógica, donde la obscenidad se equipara con la explicitud, podemos preguntarnos ya, cuánto habrán de tardar en sacar a la venta simulaciones, donde por medio de aparatos (ya sea un traje con goggles extraños una consola electroencefálica), se permita al consumidor vicariamente experimentar la sensación de estar penetrando a Jenna Jameson bajo una cascada tropical (o cosas por el estilo), desde la comodidad de su sala. Otro posible desenlace interesante es el que puedan llegar a producir los nanobots en la sexualidad humana, modificando al cuerpo de maneras insospechadas, o los que puedan generar los avances farmacológicos, donde quizás además de erecciones prolongadas se cuente pronto con pastillas que tiñan el semen de colores fluorescentes (según el humor, como los anillos esos que cambian de color con el ánimo—según—) y etc. ¿O qué tal hologramas animados en los fluidos vaginales? Digo, ¿acaso lo que hace un X-Box en blue ray no serían apabullantemente insólito hace unos años cuando apenas salía el Intellivision o el Atari?

Otro de los escenarios más optimistas es el de contar con medios más eficientes, baratos y accesibles para la mejor detección, tratamiento o hasta cura de las tantas enfermedades venéreas a las que hoy seguimos expuestos. El tema de las intersecciones entre sexo y tecnología es extenso como pocos temas, rondando en zigzag entre lo sublime y lo perverso, desintegrando sus distinciones entre cada ir y venir. Además es un tema que habrá, sin duda, de continuar creciendo en complejidad, subtemas, implicaciones y complicaciones. Resulta, de entrada, abrumador y excitante, y demanda tantas perspectivas que cualquier obra al respecto que sea menos que enciclopédica, resultará siempre parcial y microscópica. Pero bueno, algo tenemos que hacer de aquí a que nos encontremos sin querer queriendo, virtualmente desnudos, bajo esa cascada tropical en la red…