miércoles, 10 de febrero de 2010

imaginar la catástrofe

Este texto, publicado el pasado domingo en el Ángel, suplemento cultural del periódico El Reforma, elabora una contemplación torno a la impermanencia.




Un año anterior a su muerte, víctima de una sobredosis a los 21 años, Sid Vicious, aturdido bajista de los Sex Pistols, predijo su propia muerte. La trama de su vida era entonces un enmarañado caos, digna de una historieta tragicómica. Sus días transcurrían teñidos por la fama exprés que le otorgó el boom mediático del punk, los cuidados de una madre heroinómana de quien vendría aquella última dosis letal, y discusiones volátiles con su desquiciada novia Nancy, a la cual terminaría por asesinar meses antes de su propio fallecimiento. En el torbellino de estos vaivenes de la vida declaró: “Tengo este sentimiento de que moriré antes de llegar a ser viejo. No sé porqué. Sólo tengo este sentimiento”.

Haciendo a un lado el hecho de que no es muy detallada su predicción—no menciona dónde, cuándo, ni cómo—, resulta difícil no entrever un matiz irónico, amargamente irrisorio incluso, en tal decreto. Digo, si te arañas el cuerpo con botellas rotas gritando “No futuro” en tocadas donde el público te agrede como respuesta a tus gargajos, para poder pagar tu siguiente dosis de chiva que habrás de inyectarte con tu mortífera noviecita, no puede ser muy enserio que no tienes idea de dónde emerge una cierta intuición sobre tu ausencia de porvenir. Dadas las circunstancias no sería un secreto que probablemente se encuentre algo reducida tu expectativa de vida. Musicalmente hablando, Sid Vicious era un pésimo bajista; sin embargo, fue mucho mejor profeta que Nostradamus.

Los motivos para creer esto pueden variar, pero para enumerar sólo un par: Primero, Vicious, a diferencia de Nostradamus, se refería únicamente a su propio apocalipsis y no al de toda la humanidad, la flora, la fauna y la totalidad espacio sideral. Y con este despectivo y quizás banal gesto, Sid asume una responsabilidad existencial que Nostradamus parece eludir con delirante fervor. Por otro lado, contrario a Vicious, al esotérico vidente francés se le pinta como carente de siquiera una gota de sentido del humor en sus fantasías. Sin sentido del humor, dudo que se puedan hacer predicciones de ningún tipo.

Ahora que el hiperanunciado y ya mítico 2012 se aproxima. Toda una sobrecarga de conspiraciones estelares y/o humanoides se van acumulando en películas que narran el Fin de los tiempos. (Presagio, 2012, El Día después del mañana, Guerra de los mundos, La Suma de todos los miedos, El Día que la tierra se detuvo, por mencionar algunas). Ya sea que Nick Cage salve a la humanidad gracias a su insoportable clarividencia y carisma, o que John Cusack rescate a su familia de los efectos desastrosos de emisiones solares y del exitoso padrastro cirujano de tetas, invariablemente me quedo con la duda, ¿qué acaso no viene ya otra catástrofe en camino? Cabe hacer memoria de hace cuanto tiempo se viene anunciando el famoso apocalipsis. Los números se cambian, suman, multiplican e invierten, y las palabras proféticas se baten como si se tratase de un scrabble para adictos al ritalin. ¿Cuántas veces ya se hubiese tenido que aniquilar la tierra según los intérpretes de Nostradamus? Llevan más de dos mil años reiterando que está a punto de volar en pedazos, y aquí seguimos, ¿y luego qué?

Así, como cualquier buen cibernauta, cinéfilo o televidente contemporáneo, el ensayista francés George Bataille también se dedicaba con regularidad a contemplar imágenes perturbadoras. Dentro de lo que para él era un método de exploración mística, una de sus imágenes predilectas era una fotografía que tomó en Pekín un paisano suyo, Louis Carpeaux, en 1905. La imagen muestra un joven chino siendo pública y metódicamente desmembrado. Contemplar esta foto suscita una voraz gama intermitente de reacciones; se transita del vértigo aberrante que surge al ver el cuerpo destazado manando sangre, a una confusa euforia empática, al mirar el rostro del condenado, mirando hacia el fulgor del sol con un semblante rebosante…extático.

Pero sobre todo, incita una reflexión sobre ese inevitable devenir que depara la existencia humana: habremos de rendir esta forma conocida a la danza de los elementos como ofrenda imprevista, para ser desintegrados y digeridos tras la desgarradora plenitud de nuestras vidas.

Al mirar las imágenes del reciente terremoto en Haití, me encontré, de pronto, recordando el devastador temblor que arrasó a la Ciudad de México la mañana del 19 de septiembre de 1985. Observo las nebulosas de polvo tornear sobre las ruinas amontonadas de lo que alguna vez fuese el Hotel Regis. Ante las fotografías de los edificios derrumbados, se acentúa una nitidez en cuanto a la naturaleza efímera de todo fenómeno. En tan sólo un par de minutos, elaboradas estructuras enteras, cuya planeación y construcción tomaron años y los esfuerzos de miles de personas, cayeron sin previo aviso alguno. 2 minutos.



Dentro del budismo tibetano hay una tradición de elaborar mándalas de arena como representación de la experiencia viviente del universo. Los monjes llegan a dedicar semanas enteras enunciando oraciones, colocando los granos de arena con tremenda delicadeza y precisión, trazando el detallado diagrama simbólico del cosmos/mente. Apenas está completo, se realizan las ceremonias y exhibición, entonces, en un gesto característico del mismísimo Sid Vicious lo destruyen, así sin más.


¿Cómo responder a tal transitoriedad?, ¿amontonado bienes y teorías, para intentar tapizar la incertidumbre de verdades?, ¿coleccionando explicaciones escatológicas y desabridas pastillas ansiolíticas, como si fueran estampitas del mundial, para así negar el No futuro? O quizás, permitiendo que la angustia se exprese como apertura, así asumiendo la muerte como tal, saboreando y compartiendo el dulce filo de la apreciación da la vida misma. El sencillo y ominoso hecho de que ahora mismo registramos una experiencia. La muerte no es la catástrofe: la muerte es un hecho. La catástrofe es la clausura de la apreciación de este breve lapso de gracia que el azaroso diferir de la muerte permite.

2 minutos.