jueves, 27 de diciembre de 2007

Yo no fui


Un mundo al que no se ama completamente hasta morir, con la pasión

con que un hombre ama a una mujer, representa nada más que el

interés egocéntrico y la obligación de trabajar—ser

útil. Si lo comparamos con los mundos que han pasado, es espantoso, y representa el mundo más fallido de todos.
George Bataille


Reclamos nos sobran, y a la hora de la verdad, de poco nos sirven. Articular lo que nos oprime es una fase crucial de cualquier proceso de toma de consciencia, de liberación; pero esperar el reconocimiento y la justicia por la mano de quien nos somete, es meterse el pie antes siquiera de tomar el primer paso. Fallos, injurias, abusos e injusticias plagan los mecanismos capitalistas en que habitamos: es cierto: nos hemos vuelto desechables.
El capitalismo global, a pesar de su imagen de sí—y gracias a ella—, es el sistema operativo de la era histórica en la que hay más esclavitud en el mundo. Trabajo forzado, sin paga alguna, sin posibilidad de irse. Hoy en día, hay mayor cantidad de personas literal y totalmente esclavizadas que en cualquier otro punto en el tiempo de este planeta. Pero habrá que señalar antes que apuntar el dedo, cómo es que le damos vigor y continuidad a este terrible sufrimiento. Es decir: todo lo que habitamos, nos habita.
Igual que el capitalismo, en tanto sistema, es capaz de cooptar y asimilar todo discurso; sacando inclusive, gran plusvalía de los discursos antagónicos, al utilizarlos como innovaciones de mercado; así, al igual, nosotros somos adeptos, más allá de nuestra comprensión, para reducir cualquier discurso, incluso los que más directamente atacan o refutan nuestras tendencias narcisistas, a un método más para engrandecernos. Un ejemplo claro de esto: “yo soy más chingón que tú porque tengo menos ego que tú…”
Somos rápidos para criticar, para lanzar el comentario caustico, como si hubiera un sitio afuera de lo que criticamos en donde resguardarnos—mantenernos limpios y puros. Y al otro extremo nos encubrimos de máscaras, advocando por un nihilismo rampante, endulzando con humor o sarcasmo la fatiga de empatía que vivimos. Lo cierto es que al hablar de consumo y espectáculo no hay salida, no hay un espacio externo desde el cual podamos aludir a ello. Lo somos.
Pasa que esta fantasía de nuestro escepticismo, es lo que más ingenuos nos hace. La noción del sujeto independiente (una idea muy moderna) es una fórmula infalible para ahogarse en la enajenación: “a fin de cuentas nada de esto me afecta”. Creer que con un par de observaciones podemos desarmar el efecto de la publicidad es negar el hecho de que ésta, sólo opera gracias a ese imago que tenemos de nosotros—y que con tanto esmero nos dedicamos a preservar. Es decir, si no deconstruimos—no sólo en teoría, sino en vivencia—al sujeto de estas producciones, su acoso sigue operando sin límite alguno.
Habitamos un espacio caracterizado por la omnipresencia de la publicidad globalizada. Sus valores operantes nos interpelan, con un chantaje libidinal, para situarse como eje de nuestra narrativa personal. Nuestro sentido del humor lo dictamina la serie de tele que vemos, los comerciales que vemos; lo que creemos atractivo, ese cómo debemos ser para aspirar al contacto con alguien más, lo redactan los celos que instiga la publicidad. Esto siempre con su tono perverso disfrazado de “sentido común”. Subvierte la mirada antes de que podamos subvertir sus implicaciones; genera todo un tono desde el cual nos juzgamos—somos juzgados a diario. Intercede entre nosotros y los otros, llenando el espacio entre lo que se dice y lo que se oye.
Claro, entonces reclamamos. Y al hacerlo seguimos el juego, la dialéctica de la publicidad; nos convertimos en imagen y vivimos desde el reflejo del espejo de la complacencia. Y el tramo entre el espejo y nosotros, retacado de ideología. Conmemorando esta imagen de nosotros, tomando toda experiencia como un valor agregado para nuestra imagen; buscando continuamente convencer a los demás de la validez de ésta. Auto-obsesión. Narciso herido. Y de mientras, alimentamos la esclavitud global, perpetuando el sufrimiento que este vivir en tercera persona trae consigo.
Las tramas que sustentan este sufrimiento se basan en el empirismo—que no es más que una serie de metáforas cognitivas—como opuesto a la empatía, la disposición a sacrificar la imagen de sí ante la experiencia inmanente. De nada nos sirve el reclamo—ni la nada pa’l caso. El único mito que nos concierne destruir es el del “yo”; ese espectáculo que más nos entretiene y consume. Habrá, antes que apuntar el dedo y aventar reclamos, ubicarnos e implicar nuestra vida diaria y nuestra experiencia interior en aquel monstruo que nos asecha.