jueves, 27 de diciembre de 2007

Yo no fui


Un mundo al que no se ama completamente hasta morir, con la pasión

con que un hombre ama a una mujer, representa nada más que el

interés egocéntrico y la obligación de trabajar—ser

útil. Si lo comparamos con los mundos que han pasado, es espantoso, y representa el mundo más fallido de todos.
George Bataille


Reclamos nos sobran, y a la hora de la verdad, de poco nos sirven. Articular lo que nos oprime es una fase crucial de cualquier proceso de toma de consciencia, de liberación; pero esperar el reconocimiento y la justicia por la mano de quien nos somete, es meterse el pie antes siquiera de tomar el primer paso. Fallos, injurias, abusos e injusticias plagan los mecanismos capitalistas en que habitamos: es cierto: nos hemos vuelto desechables.
El capitalismo global, a pesar de su imagen de sí—y gracias a ella—, es el sistema operativo de la era histórica en la que hay más esclavitud en el mundo. Trabajo forzado, sin paga alguna, sin posibilidad de irse. Hoy en día, hay mayor cantidad de personas literal y totalmente esclavizadas que en cualquier otro punto en el tiempo de este planeta. Pero habrá que señalar antes que apuntar el dedo, cómo es que le damos vigor y continuidad a este terrible sufrimiento. Es decir: todo lo que habitamos, nos habita.
Igual que el capitalismo, en tanto sistema, es capaz de cooptar y asimilar todo discurso; sacando inclusive, gran plusvalía de los discursos antagónicos, al utilizarlos como innovaciones de mercado; así, al igual, nosotros somos adeptos, más allá de nuestra comprensión, para reducir cualquier discurso, incluso los que más directamente atacan o refutan nuestras tendencias narcisistas, a un método más para engrandecernos. Un ejemplo claro de esto: “yo soy más chingón que tú porque tengo menos ego que tú…”
Somos rápidos para criticar, para lanzar el comentario caustico, como si hubiera un sitio afuera de lo que criticamos en donde resguardarnos—mantenernos limpios y puros. Y al otro extremo nos encubrimos de máscaras, advocando por un nihilismo rampante, endulzando con humor o sarcasmo la fatiga de empatía que vivimos. Lo cierto es que al hablar de consumo y espectáculo no hay salida, no hay un espacio externo desde el cual podamos aludir a ello. Lo somos.
Pasa que esta fantasía de nuestro escepticismo, es lo que más ingenuos nos hace. La noción del sujeto independiente (una idea muy moderna) es una fórmula infalible para ahogarse en la enajenación: “a fin de cuentas nada de esto me afecta”. Creer que con un par de observaciones podemos desarmar el efecto de la publicidad es negar el hecho de que ésta, sólo opera gracias a ese imago que tenemos de nosotros—y que con tanto esmero nos dedicamos a preservar. Es decir, si no deconstruimos—no sólo en teoría, sino en vivencia—al sujeto de estas producciones, su acoso sigue operando sin límite alguno.
Habitamos un espacio caracterizado por la omnipresencia de la publicidad globalizada. Sus valores operantes nos interpelan, con un chantaje libidinal, para situarse como eje de nuestra narrativa personal. Nuestro sentido del humor lo dictamina la serie de tele que vemos, los comerciales que vemos; lo que creemos atractivo, ese cómo debemos ser para aspirar al contacto con alguien más, lo redactan los celos que instiga la publicidad. Esto siempre con su tono perverso disfrazado de “sentido común”. Subvierte la mirada antes de que podamos subvertir sus implicaciones; genera todo un tono desde el cual nos juzgamos—somos juzgados a diario. Intercede entre nosotros y los otros, llenando el espacio entre lo que se dice y lo que se oye.
Claro, entonces reclamamos. Y al hacerlo seguimos el juego, la dialéctica de la publicidad; nos convertimos en imagen y vivimos desde el reflejo del espejo de la complacencia. Y el tramo entre el espejo y nosotros, retacado de ideología. Conmemorando esta imagen de nosotros, tomando toda experiencia como un valor agregado para nuestra imagen; buscando continuamente convencer a los demás de la validez de ésta. Auto-obsesión. Narciso herido. Y de mientras, alimentamos la esclavitud global, perpetuando el sufrimiento que este vivir en tercera persona trae consigo.
Las tramas que sustentan este sufrimiento se basan en el empirismo—que no es más que una serie de metáforas cognitivas—como opuesto a la empatía, la disposición a sacrificar la imagen de sí ante la experiencia inmanente. De nada nos sirve el reclamo—ni la nada pa’l caso. El único mito que nos concierne destruir es el del “yo”; ese espectáculo que más nos entretiene y consume. Habrá, antes que apuntar el dedo y aventar reclamos, ubicarnos e implicar nuestra vida diaria y nuestra experiencia interior en aquel monstruo que nos asecha.

lunes, 15 de octubre de 2007

Traducción Alphonso Lingis



El Murmurar del Mundo

Por Alphonso Lingis

Traducción de Fausto Alzati Fernandez

Información y Ruido


Nos comunicamos por medio de pronunciaciones habladas, por teléfono, con cintas grabadas, por escrito, y con impresiones. A través de estos métodos nos comunicamos en el código lingüístico. También comunicamos información por medio de movimientos corporales —gestos, posturas, expresiones faciales, formas de respirar, suspirar, y tocándonos unos a otros. En este caso la comunicación también usa abreviaciones, signos, y convenciones.
Para hacer que meras líneas dibujadas sean escritura, tenemos que conformarnos a la convención que dictamina que ciertos trazos corresponden a cierta palabra y noción. Hasta entre quienes contamos con gran destreza manual, buen entrenamiento, buena salud, y un estado alerta, cometemos errores en nuestra escritura y mecanografía. Siempre hay erratas hasta en las tantas-veces-corregidas ediciones seminales de autores clásicos. No hay habla sin tartamudeos, pronunciaciones equívocas, acentos regionales, o disfonías. Escribir en teclado e imprimir están diseñados para eliminar la cacografía, sin embargo en todo libro vemos algunas letras impresas tan levemente que las inferimos en vez de verlas. Grabaciones, y transmisiones de radio y televisión, están diseñadas para eliminar la cacofonía, pero puede haber estática, cortes, e interferencias; siempre hay histéresis, el retraso de la transmisión debida a los cambios que ocurren en el campo electromagnético; y siempre hay ruido de fondo.
Entrar en comunicación significa extraer el mensaje del ruido de fondo y del ruido que le es intrínseco al mensaje. La comunicación es una lucha contra la interferencia y la confusión. Es una lucha contra las señales irrelevantes o ambiguas que tienen que ser empujadas hacia el (tras)fondo, y es una lucha contra la cacofonía en las señales que los interlocutores dirigen uno al otro—acentos regionales, pronunciaciones erradas o inaudibles, tartamudeos, toces, eyaculaciones, palabras comenzadas y luego canceladas, y formulaciones gramaticalmente equívocas—y la cacografía en las graficas.

Reconocer lo que está escrito involucra la habilidad de hacer a un lado las facciones mal escritas de las letras y palabras. La clase de geometría abstrae del dibujo que la maestra ha hecho en el pizarrón, que no es más que una aproximación, un triangulo rectilíneo o un círculo. Cuando ella dibuja un círculo con su compás, uno ignora el hecho de que el ángulo del lápiz cambia al hacer el dibujo, y la línea del círculo es, por lo tanto, más ancha de un lado que del otro. El lector sistemáticamente rechaza no sólo las líneas erróneas, pero también las particularidades con que las letras tienen que ser materializadas. Pasa por alto el hecho de que fueron escritas en tinta azul o negra, o en tipo Courier 10 o Courier 12. Leer es una manera peculiar de mirar que vaporiza el substrato, la tonalidad y el grano del papel o de la pantalla de la computadora y ve la escritura como patrones arbitrariamente en el espacio como desconectados de la exposición material de las cosas.
Para comunicarse tiene uno que haber practicado ese mirar materializador que ve patrones como escritura y ese escuchar desmaterializador que oye oleadas de sonidos como palabras o frases. Es empujar hacia el trasfondo, como ruido, el timbre, tono, volumen, y duración tonal particular de las palabras siendo pronunciadas, y empujar al trasfondo, como ruido blanco, el color, ortografía, y tipografía particular de los patrones visibles. La comunicación—por medio de palabras o de señales psico-motrices convencionalizadas—depende del desarrollo común de estas habilidades para eliminar el ruido inherente en las señales y en desmaterializar la visión y audición.
Para comunicarse con un otro, uno debe primero fijar los términos con los cuales uno se comunica con los momentos sucesivos de la experiencia propia. Tener ya un término por el cual, cuando uno lo pronuncia ahora, uno lo toma como que significa lo mismo que cuando uno lo pronunció hace un momento, esto en sí implica haber desmaterializado el patrón auditivo, y la vocalización para convertirla en un significante, en una palabra. La memoria lleva a cabo esta desmaterialización. Cuando uno transmite algo en palabras a otro, ¿Cómo entonces es que puede uno saber si la comunicación ha sido exitosa? Porque uno escucha a este otro hablar sobre esa experiencia, responder a ella, y relacionarla a otras experiencias, en términos que uno mismo hubiera utilizado. Para reconocer las palabras de otro como las palabras que uno mismo hubiera usado o usaría, uno desparticulariza esas palabras de sus particularidades empíricas: su tono, timbre, ritmo, densidad, y volumen—su resonancia. Uno desliga a la palabra del ruido de fondo y del ruido interno de su pronunciación. La máxima eliminación de ruido produciría una comunicación exitosa entre interlocutores quienes a su vez son máximamente intercambiables.

Los sentidos que comunicamos—las maneras en que nos referimos a objetos y situaciones—son entidades abstractas: formas recurrentes. Los significantes con que nos comunicamos, son abstractos, universales: ideales. Pero los referentes, también, son entidades abstractas e idealizadas.
Si le hablamos a otro sobre la vista de las montañas, es porque ese paisaje montañoso nos habló a nosotros; si hablamos de una puerta roja, mas no café, es porque la puerta emitió señales en las vibraciones que entraron en contacto con nuestros ojos. Si nuestras palabras, señales dirigidas a otro, tienen referentes, es porque las cosas nos dirigen señales a nosotros—o de menos transmiten señales en general.
El entorno está lleno de señales continuamente siendo transmitidas de todas las configuraciones y superficies de las cosas. Ver el color rojo, recoger las señales de esa puerta o de la vista, es constituir una cantidad enorme de señales irrelevantes y contradictorias como ruido de fondo.
Pero para referirse a ese color rojo con una palabra que uno ha usado para referirse a cosas rojas anteriormente, y que será usado por el interlocutor de uno quien no lo ve o quien lo ve desde su propio ángulo o perspectiva, involucra filtrar una multiplicidad de señales emitidas por esa puerta en particular en el sol y sombras de esta tarde y recibidas por uno quien sucede que se encuentra ahí parado. Lo que comunicamos, con la palabra o concepto “rojo” es lo que, en esta puerta roja, puede recurrir en otras cosas designadas por esta palabra. La recepción de señales por referentes en vista de comunicarse con ellos no es una palpación que discierne el grano y pulpa y tensión con la cual cada cosa llena el lugar que tan obstinadamente y tan exclusivamente ocupa. Es ver el rojo de la puerta, y las tinieblas del bosque y la forma de las hojas, como patrones modulares estampados en la impenetrada densidad de las cosas. Solamente este tipo de percepción niveladora e indiscriminada, argumenta Michel Serres, lo que puede ser comunicado. “El objeto percibido” se queja, “es indefinidamente discernible: tendría que haber una palabra distinta para cada círculo, para cada símbolo, para cada árbol, y para cada paloma; una palabra diferente para ayer, hoy, y mañana; y una palabra diferente dependiendo de si quien lo percibe eres tu o yo, de acuerdo con si uno de los dos está enojado, resentido, y etcétera, etcétera, ad infinitum.” Comunicarse es consignar como ruido el abarrotado oleaje de señales emitidas a cambio de lo que es particular, perspectivo, y distintivo en cada cosa.
El esfuerzo Socrático por comunicarse con extraños es, en realidad, el esfuerzo de no certificar racionalmente la república Ateniense existente pero fundar una república de comunicación universal ideal—una ciudad máximamente purgada de ruido. Es un esfuerzo por fundar un discurso científico y matemático y así silenciar el retumbar del mundo. Al construir una representación objetiva de la naturaleza por medio de entidades matemáticas uno produce una comunidad en comunicación quasi-perfecta, una comunidad Jacobina transparente, donde lo que es formulado en la mente de cada quien es lo que es formulado en la mente de los demás. Esa comunidad sería inminente hoy día, ya que toda la información es codificada digitalmente y trasmitida por satélite en los silencios del espacio exterior.
¿Pero es realmente cierto que un discurso universal, abstracto, objetivo, y científico es desparticularizado, y por ende el discurso de quien sea? No puede ser accidental que hacer filosofía es componer la filosofía de uno, una filosofía que se descompone con uno. “¿Si la filosofía es autobiográfica, en un sentido que la ciencia no lo es…,” esto decía yo cuando una filosofa de la ciencia me interrumpió para refutar la distinción. “Es fatuo decir que si Einstein no hubiera inventado la teoría de la relatividad, alguien más lo hubiera hecho.” ella objetó. “Todos ahora entienden que la información con la que él trabajaba y que él intentaba integrar podrían ser formuladas e integradas en un número de maneras diferentes, imaginables y hasta ahora inimaginables. Si Einstein no se hubiera salido a tiempo de la Alemania Nazi, hay todas las razones para pensar que nunca tendríamos la teoría de la relatividad:” El término “electricidad” tiene un sentido diferente para un reparador de televisiones que para un ingeniero en electrónica trabajando en generadores de energía urbana o en equipo de informática, pero también para un meteorólogo, un fisicomatemático, o para un astrónomo. Su significado es diferente en cada laboratorio; los distintos modelos y paradigmas con los que cualquier científico trabaja abren una plétora diferente de caminos para el movimiento de sus términos. No es solamente la nueva hipótesis planteada y experimentos nuevos lo que genera nuevas concepciones; cuando un científico lee el trabajo de otro científico, los términos pueden generar un movimiento diferente en los caminos de operaciones conceptuales del lector que los del escritor.
¿No es, entonces, la idea de un tipo de transmisión máximamente inequívoca de mensajes en la industria de un espacio social máximamente purgado del ruido que invoa Serres, solo un ídolo mas en el mercado—ideal de la teoría de comunicación (diseñado para el servicio de nuestro complejo militar-industrial)?

El Ruido en el Mensaje

Somos necesarios como causas eficientes de enunciados nuevos; como productores de información nueva formulada en palabras viejas. Pero en nuestras particularidades, en nuestros puntos de vista perspectivos, y en nuestras distintivas capacidades de emitir y recibir significados, somos parte del ruido. El tiempo que toma formular esos enunciados es un tiempo lleno de la opacidad de nuestras propias voces. Que transparente podría ser la comunicación si no hubiera resistencia en los canales que la conducen: sin la voz que pronuncia, tartamuda, abrumadora, cadente.
Sin embargo, ¿Qué no hay también una comunicación en el escuchar el ruido en la voz de otro—el ruido de la vida de otro que acompaña el rasgueo del mensaje? ¿Qué tipo de comunicación sería esa?

Serres dice que lo particular, lo material, lo empírico es indefinidamente discernible. Es una sucesión de señales, cada una con su propio nombre, en una estática que no puede ser grabada o reproducida. Y ciertamente día a día logramos comunicarnos unos con otros, no sólo la formula abstracta de una epifanía, pero la singular magia del encuentro con una tarde de principios de invierno, el encanto de algo que alguien dijo que nunca había sido dicho antes, o la extrañeza de un sentimiento no antes sentido. El lenguaje es el sorprendente poder de decir, con una cantidad limitada de palabras y estructuras gramáticas, enunciados nunca antes dichos que formulan eventos que nunca antes han ocurrido.
Cada nuevo enunciado que logra decir algo lo hace, según Merleau-Ponty, por medio de una deformación coherente de los paradigmas de enunciados ya existentes en el lenguaje. Cada nuevo enunciado también continúa la extensión, flexión, y deformación del código. “Dejadnos estar de acuerdo,” escribe Serres, “en que…la comunicación sólo es posible entre dos personas acostumbradas a las mismas…formas, entrenadas a codificar y descodificar un significado usando la misma clave.” Pero cuando un Americano que creció oyendo leyendas Hindús, le dijo a un Ingles, quien creció oyendo las leyendas de los conquistadores imperiales, “El es valiente…,” no tienen la misma clave para esta palabra. Si, sin embargo, el uno entiende al otro, es porque improvisa la clave a la par de que el otro sigue.
¿No es falso también suponer que sólo el significado afín a una palabra por un código fijo o en evolución, comunica? El ritmo, el tono, la periodicidad, los tartamudeos, y los silencios comunican. En el apuro de una voz sin aliento, el tumulto de eventos se expresa; en el silencio pesado que presiona sobre la voz, el tedio opresivo de un sitio es comunicado. “ ‘Compruébalo,’ exigió el sistema logocéntrico que el historiador de arte adora. ‘Comprueba que aún me amas…’” Joanna Frueh, crítica de arte preformativo, dice en diferentes entonaciones, volúmenes y crescendos---batallando con la voz de la demanda académica que rodea al masculino: “Compruébalo….Comprueba que aún me amas…” “Comprueba que aún me amas…”
El ruido en nuestras gargantas que llena el tiempo que toma transmitir el mensaje comunica el ruido de las cosas o hace que las cosas sean discernibles en su pluralidad empírica. Por la pronunciación de cada entender que tenemos en un particular empírico—un círculo, árbol, o paloma particular que vimos ayer cuando estábamos enojados o rencorosos—interrumpiendo en la circulación universal de códigos, palabras claves, y ordenes; todas señalan a un interlocutor particular; y al interrumpir la narrativa o la explicación con una entonación, un ataque y cadencia, o con redundancias que hacen borroso el significado, y exclamaciones que aúllan, exaltan, o te dejan sin habla; logramos comunicar la diferenciación, la pluralidad de facetas y de perspectivas y de discernibilidad indefinida de particulares empíricos. Cualquiera que piense que sólo emitimos ruido es que no quiere escuchar.
Quien entiende no está extrayendo lo abstracto del tono, el ritmo, y las cadencias—el ruido interno de lo dicho, la cacofonía interna de la emisión del mensaje. Él o ella también está escuchando ese ruido—la respiración fogosa o rasposa, los pulmones hiperventilando o somnolientos, los rugidos de los ecos corpóreos—en que el mensaje es particularizado y materializado y en que la realidad empírica de algo indefinidamente discernible, encontrado en el camino de la vida de uno, es referido y comunicado.

Con este ruido interno es el otro, quien en su materialidad, se posa y se distingue haciendo sus apelaciones y demandas. El otro no es simplemente la función recurrente de apelar a mí y contestarme; él o ella son una vulnerabilidad e una intrusión empíricamente discernibles. En Visage, Luciano Berio compuso no con palabras pero con los elementos sonoros con los cuales las palabras se forman—los suspiros, inhalaciones, vacilaciones, zumbidos, silbidos, sollozos, risas, chillidos, gimoteos, gritos, resoplos, ronroneos, tartamudeos y quejidos—de los cuales, a veces, se forma una palabra. Las aventó al vasto espacio en el cual los sonidos electrónicos resuenan, golpean, cantan, dispersan, disipan y donde, finalmente, el rugir de las maquinas ahoga la voz humana. En ellos, Cathy Berberian se expone a sí misma más de lo que sus intenciones y juicio pudieron haberlo hecho—expone su sensibilidad, su susceptibilidad, su mortalidad, y el flujo y rango de su existencia carnal.
Como causas eficientes de expresiones que transmiten información, somos intercambiables. Nuestra singularidad y nuestra discernibilidad indefinida se encuentran en, y se oyen en, nuestros gritos y nuestros murmullos, nuestra risa y nuestras lágrimas: el ruido de la vida.

El Ruido de Fondo

Si la teoría neoSocratica de la comunicación de Micheal Serres no ha entendido—no ha querido entender—el ruido inherente a la comunicación: el pulso y el titubeo, la opacidad del timbre y la densidad de la voz, el ruido de la vida, el ruido de cada uno de nosotros en nuestra particularidad; entonces tampoco ha entendido—no ha querido entender—el ruido de fondo en medio del cual hablamos.

Avances en las tecnologías de insonorización y de grabación digital prometen la total eliminación del ruido de fondo. Los tanques de privación sensorial fueron inventados en los 60’s por Lily quien trabajaba con delfines y que, como cualquier buzo, amaba el silencio y el placer del silencio del buceo profundo y pensó en duplicarlo en tierra. Pero la tecnología que elimina el ruido, también elimina la comunicación. En la ausencia de señales auditivas, visuales y táctiles de fondo, uno ya no siente los límites entre afuera y adentro, pasado y presente, percepción e imágenes, y pronto uno comienza a alucinar. Si la recepción de una señal determinada es imposible más allá de cierto nivel de ruido de fondo, la intención de emitir una señal determinada se vuelve irrealizable sin cierto nivel de zumbido ambiental para escalar, puntualizar y redirigir. Ruido blanco grabado—murmurar de bosque, traqueteo de la ciudad—fue agregado a las capsulas espaciales; y estas grabaciones son vendidas a terrestres viviendo en apartamentos insonorizados.
Comprendemos que el ruido de fondo es esencial para la comunicación cuando entendemos que la recepción en el sistema de comunicación de nuestros cuerpos no es un exponer pasivo de una superficie de sensibilidad preprogramada al estimulo exterior, sino que involucra una selección (activa) de señales de entre una multiplicidad de señales irrelevantes y contradictorias. En cuanto que el órgano receptor puede recibir una amplia variedad de señales, la percepción es el poder activo de enfocarse en, aislar, segregar, moldear y formar, y reducir el resto (ruido) a una indiferenciación. Si cada vez que miramos, vemos una figura resaltando en contraste a objetos adjuntos, esto no es debido a la estimulación física que se está esparciendo por nuestras retinas; es debido al poder activo de nuestra mirada. Ya que la comunicación es, para el receptor, un separar activamente una figura de su trasfondo, entonces en la ausencia de un trasfondo tampoco puede haber una figura. Si uno mira dentro de una caja negra, cerrada, en forma elíptica, uniformemente iluminada con luz blanca, uno no puede ver lo negro o la superficie; lo único que uno ve es una densidad gris luminiscente. Pero si uno entonces inserta una franja blanca de papel, de pronto la luz se torna transparente y el tono medio de desvanece y se condensan en negro las paredes de la caja. Cuando el psicólogo sienta a un sujeto en una habitación de tal manera que éste ve únicamente la superficie homogénea de una amplia pared iluminada de manera uniforme, el sujeto no puede ver que tan lejos se encuentra ésta de él, no puede ver superficie alguna, todo lo que ve es un medio de profundidad a su alrededor, no pude siquiera decir de que color es. John Cage una vez salió de un cuarto insonorizado para declarar que no existía tal cosa como un estado de silencio. En es cuarto él oyó el sacudir, traqueteo, zumbar, pulsar, campaneos y rechinares con los cuales resonaban los movimientos de sus músculos y glándulas junto con los oleajes y retumbares de los interminables movimientos de la atmósfera.

Si la recepción de una señal determinada es la segregación de un campo sonoro en figura y zumbido de trasfondo, la emisión de determinada señal se forma en el zumbar del campo. La teoría de la comunicación identifica al zumbido de fondo como una multitud de señales irrelevantes y en contradictorias. Designarlo, entonces, como ruido es concebirlo desde el punto de vista del individuo teleologicamente destinado a la ciudadanía en una república ideal, una purgada máximamente del ruido de la vida y del dominio empírico—la Grecia milagrosa o la totalmente transparente sociedad Jacobina. Deberemos concebir un entendimiento diferente del ruido de fondo si ponemos a la vocalización bajo la perspectiva de la biología evolutiva.
Un día, mientras manejaba en el caótico tráfico de Teheran, con cada movimiento que hacía intentaba provocar más toques de claxon de los coches a mi alrededor, le comenté a un viajero que había recogido en la carretera, que después de cinco cuadras de esto me sentía como una lagartija de carretera en anfetaminas baratas. “Ah, ellos no son como nosotros los occidentales, que usamos el claxon como un aviso o una amenaza,” dijo él. “Son como pichones haciendo un tumulto mientras comen trigo fresco en el campo. Ellos están”, quiso decir, “creando un ambiente sonoro en el cual se funden simbióticamente unos con otros.” Lo entendí de inmediato, porque mi mente se regreso a las largas noches que me pasé conduciendo por Turquía e Irán, cuando llegar al siguiente pueblo demostraba no tomar la hora calculada, sino seis debido a las pésimas condiciones de las autopistas y los ríos inundados, pensé entonces que manejar de noche en un coche era la forma absoluta de eremitismo que la civilización había finalmente inventado. Cuando estás solo en medio de la noche en un cuarto de hotel en un país ajeno, no puedes arrojar tu soledad y miseria en quejidos sin que alguien te escuche del otro lado de la pared, pero cuando estás manejando por las noches en una carretera puedes gritar y ninguno de los otros coches rebasándote o en el otro carril te oirán. Cuando manejo largas distancias de noche, yo, como Simon Styletes en su pilar del desierto egipcio, invariablemente caigo en el mismo ejercicio espiritual extremista que gira entorno a la temática del Momento mori, revisando el sentido o el sinsentido de mi vida en el vacío cósmico que tengo delante. Con los toques de claxon, los quejidos y anhelos de la soledad penetran la armadura del rugir con el cual el auto de uno encubre movimiento, y se funde y convierte común.
Cuando uno vive con aves uno observa cómo el nivel de ruido de las aves se mantiene al nivel del ruido de la casa, con el del viento que comienza a susurrar y chiflar por los lados, con cada grado de volumen que le subes al tocadiscos. Es el traqueteo y raspeo de las cosas inertes lo que provoca la vocalización de los animales; peces zumbando con el riachuelo y las aves parlotean en el crujir del ventoso bosque. Vivir es hacer eco de la vibración de las cosas. Ser, para las cosas materiales, es resonar. Hay sonido en las cosas al igual que hay calor o frío en ellas, y resuenan de la misma manera que irradian su calor o frío. El pato y el albatros, los cuervos y los colibríes, los coyotes y las focas, una escuela de peces y las grandes ballenas, lo cocodrilos de manera infrasónica y los grillos ultrasonicamente continúan y reverberan el crujir de las ramas, el aleteo de las hojas, la danza de las piedras, el rechinar de las placas de la tierra.
Este ruido no es analíticamente descomponible, como quisiera creer la teoría de la comunicación, en una multiplicidad de señales, en bits de información, que son irrelevantes o que se encuentran en conflicto: que se han convertido, como dice Serre, equivocas. El ruido figura como resonancia y vocalización que, como las raspantes alas de los grillos que oímos, no contienen mensaje alguno. En su Chronochromie, Olivier Messaien, no compuso en música, en ritmo, armonía y melodía, la enorme cantidad de señales siendo emitidas por los pájaros de la jungla de los cuales el tenía su vasta colección de cintas de cantos de aves; podemos escuchar en el Chronochromie los sonidos de metales—platillos, campanas, bloques, tubos, y frotes; maderas—caobas, robles, y bambúes; pieles—tambores y acordes; fibras—matraquear; y cuerdas, membranas y fluidos transformándose en el salvaje y exaltado traqueteo de multitudes de cosas emplumadas voladoras. Y al oírlo, se transforma de nuevo en nuestro propio sonido.
Nosotros también comunicamos lo que comunicamos por medio del ruido de fondo, y comunicamos el ruido de fondo. La comunicación ocurre cuando la vibración de la tierra, de los mares, y de los cielos es tomada, condesada, y se desenlaza en los huecos del cuerpo de uno, y luego es soltada, y cuando uno escucha su eco regresando con el viento y la marea.
En la región montañosa de Irian Jaya parecía que sin importar que tan tarde fuera en la noche, siempre había alguien que no podía dormir y se pasaba su insomnio cantando y tocando los tambores. “¿Están preparando una ceremonia o una fiesta?” le pregunté a un misionero que me había dado posada y quien me mantenía despierto para una misa de Navidad de media noche. “No,” contestó. “Así pasa cada noche. De hecho le tienen miedo a la moche. Son como niños,” dijo él, con el cansancio de sus años. Pero sus vocalizaciones no me sonaban como si procedieran de un pecho en el cual el temor temblara. Me parecía, más bien, que sus cánticos y llantos recogían y reverberaban sonidos que sus propias gargantas y las de otros hacían, sonidos que los árboles y las aves de la noche y los vientos producían. J.M.G. Le ClEzio vivió mucho tiempo entre los indios chiapanecas en México y en Panamá; vivir entre ellos es vivir en los días y noches de su música: música hecha con tubos de bambú, tubos perforados, tambores, conchas, maracas, y también con el firme falsetto de su voz, la garganta en sí habiéndose convertido en una flauta o silbato. Le ClEzio lo oyó en medio del estruendo de la selva: en el ladrar de los perros, el llanto de los monos, los roedores, los halcones, los jaguares, y en la vocalización de las ranas que llenan la duración entera de cada noche en el bosque tropical. Le parecía que cualquier musicólogo que recién hubiera estudiado las cintas de música Indigena, en sus laboratorios llenos de sintetizadores, en París o Frankfurt, hubiera inevitablemente conectado las escalas, tonos, ritmos, y fraseos específicos de esa música con valores culturales y convenciones, y tratarían de conectarla con sus mitos y su trágica historia cultural. Pero la suya es una música hecha de llantos y cantos sin melodía o armonía, una música no hecha para bailar o complacer; es una música a través de la cual ellos ven, escuchan, y sienten en la anestesia de la noche. “La música melódica es, primero que nada, la convicción de que el tiempo es fluido, de que los eventos recurren y de que hay lo que llamamos ‘sentido’.” Pero “para el Indio Chiapaneco, la música no tiene sentido. No tiene duración. No tiene principio, no tiene fin, no tiene clímax.” Las palabras son celdas en las cuales el aliento de la vida es aprisionado en forma humana; en una música desprovista de melodía y de sentido, él escucha a los mundos animal, vegetal, mineral y demoníaco. Uno tendría que oírlo ahí, en las noches de la selva Lacandona, para entender que esta “música” no es una producción estética, es decir, una creación de subjetividades humanas intentando comunicar estados inmanentes como estados anímicos, sentimientos, valores, o mensajes a otras subjetividades. Es una prolongación del murmullo de la selva, de las arenas susurrantes, de resonar de los cuerpos celestiales.
Separada de las vocalizaciones, retumbos, crujidos, y meneos de la naturaleza animada e inanimada, la música se torna en un medio de comunicación exclusivo para humanos. Se le puede agregar palabras, palabras que hablan de la soledad de los individuos que trasciende a través del amor humano. Pero este tipo de comunicación en una ciudad máximamente purgada de ruido es una creación reciente. Hace poco una amigo, en su sistema de sonido último modelo, me toco un CD de la única grabación completa de la Kechak Balinesa. Al escucharlo, de inmediato me quede atónito y asombrado por la pureza, transparencia, y belleza de esos sonidos digitalmente grabados y limpiados. Pero tras unos momentos, comencé a pensar en lo abstracto que era; uno escuchaba no más que un mero mapa tonal del Kechak, como leer una partitura de un concierto de arpa sin escuchar el tintineante crescendo o sin ver la elegante y aristocrática figura del/la arpista sentado/a allí en una barroca sala de conciertos en Praga. Nunca había yo conseguido más que irritar a quien fuera conmigo en mi auto mientras yo traía música Balinesa o de Java en el toca-cintas del coche, y con aire de disculpa explicaría que, de hecho, yo había sido tan cautivado por esta música debido a todo el entorno: divagar en la oscura y húmeda jungla tras el fin de un día de trabajo; relajándome por una hora o dos chismeando con un grupo de Balineses bastante despreocupados de que los participantes no han llegado aún dos horas más tarde de lo que dijeron; asentarse en el pulso de las ranas e insectos de la noche; estar ahí sentado en el piso mientras el círculo de hombres sentados se acrecentaba y el sacerdote encendía las antorchas que despiertan a las monstruosas figuras de los demonios que cuidan la zona del templo mientras el incienso incita a los espíritus que rondan entre los árboles y viñas florecientes, y los brillosos cuerpos semi-desnudos de hombres amasados en el suelo comenzaban a mecerse mientras el trance se esparce entre ellos, el trance tan antiguo como el mar, y luego sus repentinos gritos animales saludando a la aparición de los dioses zigzagueando entre ellos: dioses que bailan, vestidos en sedas y túnicas exquisitas, sus cabezas coronadas con flores de tallos delicados y ardientes varas de incienso y sus joyas arrojando fuegos de chispazos de rubíes y zafiros. La grabación digital, limpio no sólo el ruido del aparato reproductor pero todo el ruido de fondo de la presentación, de ninguna manera, pensé, reproduce con exactitud los sonidos de la danza Kechak; crea música. La civilización occidental que creó, en el siglo dieciocho, la economía de mercado y, en efecto, la actividad económica, que creo la abstracta esencia universal de la libido; que creo a las personas como femeninas y masculinas; que creo la representación libre de valores, objetiva de la naturaleza y de la historia y la cultura; que creó esculturas de los fetiches Africanos y creó cuadros de los Thangkas, esos diagramas cósmicos e instrumentos para centrar la meditación que uno encuentra en los gompas (monasterios) tibetanos; que creó el arte, el arte por el arte, de los rituales y ceremonia cívicas; ahora ha creado música del Kechak de Bali. Los balineses, por su parte, no tienen palabra alguna en su lengua para el arte y no escuchan música; en la noche en el área del templo, arrullan a su niños berreantes, los amamanta, hablan con sus vecinos, salen por algo de comer, admiran y severamente critican la puesta en escena de su paisano que se encuentra bailando el Rama o el Sita, entran en trance, salen de trance, se transmutan en dioses, demonios, ríos, tormentas, y noche. Pero, de hecho, cuando Bach compuso, ensayo, y dirigió una cantata, no estaba simplemente creando música; estaba alabando a Dios, ganándose merito y su salvación, pagando la manutención de sus doce hijos, compitiendo con Teleman y Purcell, realzando el estatus de su príncipe-patrón y el suyo mismo, y contribuyendo a una fiesta navideña exitosa para todo el pueblo.
En nuestro tiempo, el crear música, como cualquier otra creación cultural es una inestimable contribución a la riqueza de nuestra herencia, y hace, como Nietzsche diría, de esta vieja tierra un lugar más dulce para vivir. La música fue producida por medio de la eliminación electrónica de todas las señales marginales y subliminales provenientes del medio sonoro no-musical: el parloteo del pueblo, la gente, y la historia; los murmullos remotos y el retumbar de los dioses y demonios; los perros que ladran y los gallos que cantan prematuramente despertando de su somnolencia por el amanecer que ven por el parpadeo de las antorchas; los insectos de la noche y las ranas; el sacudir de la hojas; el cascar de la lluvia; la inquietud de las corrientes de aire en los cielos nocturnos; y el rechinar de las capas de las piedras—el ruido de fondo.
Nosotros tampoco vocalizamos o marcamos superficies sólo porque tenemos algún mensaje que transmitir. El habla significativo, pronunciaciones en los que uno puede, como Serres, distinguir la eufonía de la cacofonía, el mensaje del ruido, es sólo una parte abstracta del habla. Cuando los ortógrafos y lingüistas analizan cualquier texto, se asombran de cuanta redundancia hay en todo hablar; cuanto de lo que nos decimos unos a otros es repetición, coro, murmullos, y resonancia extraida. No somos diferentes de las aves celestiales, que campanean juntos pero sabes que es sólo ocasionalmente, en todo ese relajo efervescente, que alguna información sobre alguna semilla deleitable que se encuentra en sus platos ese día o sobre algún peligro es lo que se les está avisando.
Ahí estabas, tomando una siesta en tu habitación y despertaste, preguntándote que hora era. Y pensaste, al igual que esa maltratada figurita sobre una cama de una caricatura francesa que tenias pegada cerca de tu cama a la altura de tu vista desde la almohada, “Si je continue comme ça, je ne serai jamais maître du monde!” (¡Si continúo así, nunca seré el amo del mundo!). Intentaste bombear algo de sangre y echarte a andar, te dirigiste a la cocina, sacudiendo cosas en tu camino, haciendo rechinar la puerta al abrirla de un empujón, para provocar algo de movimiento en ese silencio muerto de la casa. Encontraste a tu compañero de casa tirado indolentemente en el sillón, como una rana de sangre fría a media tarde: “Oye, güey, ¿Cómo qué andas haciendo o qué onda?” ¿Donde está la información ahí? Lo dijiste para comenzar algo de ruido en la noche, algo de ritmo, para empezar un poco de movimiento.
Es fuera de y en medio de la reverberación de la materialidad ambiental que las pronunciaciones que emitimos toman forma, y se lanzan para regresar a ello. La resonancia de las cosas animadas e inanimadas se encuentra en la redundancias, las vocales y consonantes extraidas, las eses y los gruñidos y eyaculaciones, el balbuceo y el farfullar y los murmullos que sonel baso continuo de nuestras emisiones cargadas de mensaje.
La tecnología de computadoras, motivada por las industrias piloto del complejo industrial-militar, otorgan la más alta prioridad al la transmisión más efectiva, eficiente y sin esfuerzos posible. Es la tecnología de cómputo la que ha dado forma a la teoría de comunicaciones contemporánea. ¡Pero tan poco de lo que nos decimos hace algún tipo de sentido! Tan poco de ello pretende que nos lo tomemos en serio, tanto de ello es simple absurdidad, que nos permitimos con el mismo calido placer visceral con el que eructamos o tiramos un pedo. Realmente es, como dijo Nietszche hace mucho tiempo, de mal gusto el hacer pronunciaciones serias y o componer argumentos lógicamente validos en compañía civilizada. Tanto del idioma agregado a industrias y empresas que están programadas por las leyes naturales de nuestra ciencia racional y que operan completamente por sí mismas, tanto del idioma agregado a tambaleos y crisis y hasta a desastres no tiene otra función más que hacernos reír. Risa mezclada con quejidos, gemidos, aullidos, gritos en el ruiderío del mundo. Así como tanto de lo que decimos mientras nos abrazamos no es más que para soltar nuestros suspiros y sollozos a la lluvia y los mares.
Todas estas puntuaciones, exclamaciones, tartamudeos, murmullos, retumbos, alabanzas, difamaciones, y risas, todo este ruido que hacemos cuando estamos juntos hacen posible que nos podamos ver como luchando, juntos, para interferir la inequívoca voz del extraño: el que facilita de la comunicación, la prosopopeya de la máxima eliminación de ruido, para poder oír el distante tumulto del mundo y sus demonios entre la ciudadela ideal de la comunicación humana.

el carisma me da nauseas

Texto publicado en Picnic #12, bajo el seudónimo Francisco-María Guerra...

El carisma me da nauseas


La autoridad consiste en que cada uno tiene la convicción de que los demás creen en ella…
Judith Butler


Una celebridad se representa a sí misma como una autoridad cultural. Impone con su imagen la hegemonía de ciertos valores. De estos el que más insistentemente recalca es el éxito, su definición, y las cualidades vistas como indispensables para su realización. Una celebridad es un punto cultural en el cual se amplifica la capacidad discursiva—se le sube al volumen; tienen nuestra atención. Lejos de ser fenómenos sociales que desestabilizan los valores implícitos y obviados de una cultura, los reafirman y perpetúan. La celebridad es un punto acentuado de la estructura socio-económica cuya función es certificar la norma. Y ahí estamos—los espectadores (que no es lo mismo que un observador o un lector) —en fila, formados, esperando, preparándonos para nuestra gran oportunidad. Esa apócrifa oportunidad de emular la imagen idealizada que vemos frente a nosotros. Son nuestro reflejo fantasioso con el cual nos identificamos y comparamos. Admiramos con envidia y confusión la aparente plenitud de su imagen, mientras que en contraste nosotros nos sentimos fraccionados.
Entrenando, asimilando, empujando para estar hasta adelante, lo más cerca al enigma del éxito; queremos deshacernos o deshacerlos, nos queremos fundir, desaparecernos/los. Nuestro miedo es dejar la fila, aunque nos estemos matando, suicidando, nos rehusamos a abandonarla—la oportunidad de ser descubiertos. No dejamos la fila, ni siquiera nos permitimos cuestionarlo que es y qué hacemos ahí. Todos esos estatutos que las instituciones culturales oficiales implementan, las hemos aprendido a demandar de nosotros mismos, y de los demás, y esperamos a su vez que ellos lo exijan de nosotros.
Sí, nos duele, y no nos convence del todo, pero no nos vamos. El miedo a quedarnos solos, lejos de todo ese posible reconocimiento y de la estructura que su búsqueda nos brinda; lejos de esa identidad, esa pirámide en la cual nos sabemos identificables, nombrables. Temor a quedarnos afuera, mientras los demás sigan en fila, esto nos mantiene formaditos. Podríamos perder el sitio que tanto tiempo nos ha costado “obtener”; perderlo a cambio de nada, sólo para querer formarnos de nuevo, pero otra vez hasta el final.

La Realeza Adorada

La celebridad es un constructo formulado y producido por la industria cultural para defenderse a si misma. Bajo su apariencia de ser una celebración de la democracia, de las decisiones personales de consumo, y de cómo cualquiera puede llegar al estrellato, no son más que mecanismos de alienación. Con tanta atención dirigida hacía esas figuras sociales, ¿Qué tanto observamos nuestro entorno? ¿Para qué lo cuestionamos si funciona tan bien, produciendo con oportunidades ecuánimes y al azar a estos seres tan “libres”?
Son la (mas)cara humana y afectiva de las instituciones oficiales; defensores del sistema, legitimadores de lo establecido. Signos proyectados para que nos identifiquemos con mercancías por medio de una sensación de intimidad. Ahí los vemos en la pantalla, en los espectaculares, en la radio, en revistas, promocionando la identidad misma como una colección de mercancías. La compra-venta de modelos de actitudes.
La pantalla se vuelve un espejo de nuestra fantasía de llegar a ser completos algún día. La imagen que vemos nos parece humana, un modelo a seguir, a imitar, o sentimos la urgente necesidad de humillarles, de seducirles, de recordar que son humanos. Envidiamos esa imagen tan completa, que se presenta como lejana de la confusión, de la angustia, con esa tranquilidad simulada que el prestigio y el dinero prometen comprar.
Así luchamos contra el flujo de admiración que surge dentro de nosotros, al mirar esas figuras, siguiendo sus vidas, creyendo que ellos satisfacen sus deseos haciendo berrinches, siendo prepotentes. Hacen lo que creemos que quisiéramos todos: comer chocolates, destrozar hoteles, tener bodas exageradas, chocar coches, meterse drogas, dar discursos, firmar autógrafos, tener prestigio, sexo con otras celebridades, reconocimiento social. Proyectamos todas nuestras fantasías de soberanía, de impunidad, y de goce. Son defensores de los vampiros invisibles que nos someten a una jerarquía en la cual estamos por debajo de los productos que producimos, y por eso los adoramos.
Son la nueva realeza; espejismos de la individualidad moderna, procurando la estabilidad del estatus. Como sugiere P. David Marshall, en su libro Celebrity and Power: Fame in Contemporary Culture (Celebridad y Poder: La Fama en la Cultura Contemporanea), comenta acerca del juego de poder político involucrado en la creación de las celebridades:

Históricamente, el surgimiento de las celebridades está vinculado con el movimiento histórico dirigido a contener a las “irracionales” masas en los sistemas democráticos…
(University of Minnesota Press: USA, 2004)

No sólo se nos induce al sueño hipnótico de la farándula, cobijándonos para dormir soñando en la Tetanic o en Moderatto en vez de despertar a nuestro entorno, tomando conciencia social y reconociendo nuestro poder colectivo y personal. Se nos pone a dudar de nosotros mismos, de nuestras voz, se nos minimiza, hablándonos de manera condescendiente, y nosotros lo festejamos—nos patean y agradecemos, después de pagar.
Esta realeza se nutre de la idea de que es “real” en ambos sentidos. Proyectando las definiciones de la autenticidad, a tal grado que creemos que quien comete la farsa es genuino, porque pretende saber que no lo es. Y todos esos programas televisivos dedicados a hablar de las vidas “reales” de los actores de otros programas de tele: circuito de auto-referencia, sistema narcisista—por eso nos atrae. La indiferencia autocomplaciente aparenta saber. Nadie más existe, y nos hace creer que su reconocimiento de vuelta es muy valioso.

Nadie en Casa


Sospecha de la imagen…
Jacques Lacan


A veces uno llega a sentir que entre más critica a una celebridad más valor le agrega—la plusvalía simbólica de la “polémica”. Cabe señalar una vez más que la celebridad no es una persona como quisiéramos creer. Como plantea P. David Marshall: “El signo de la celebridad es enteramente imagen…[la celebridad] articula al individuo como una mercancía:” (ibid).
No hay una persona real detrás del signo de celebridad; quienquiera que esa persona “real” sea, en tanto es real no es significable, y la celebridad no es más que un signo. Confundir la imagen con lo real tiene su precio: estar apantallados. Lo observamos cuando alguien ve a una celebridad en un restaurante e intenta hablar con ellos; la voz les tiembla, se emocionan, es el instante en que un objeto osa convertirse en sujeto.
Queremos creer que esa persona tiene alguna habilidad innata que les hace ser la celebridad—queremos validar todo el sistema comercial. Queremos creer en la justicia divina del mercado, su lógica de hechos y recompensas; queremos creer en el individuo, en que nosotros como tal estamos presentes y localizables. Queremos saber cómo nos distinguimos, quienes somos. Buscamos creer que hay alguien detrás de la celebridad, algo más que contrastes de signos culturales. Para así creer que nosotros existimos de manera total como individuos independientes e inherentes. Aceptar que no hay nadie detrás de la imagen de la celebridad quizás nos confronta con que no hay un “yo” entre nuestras cejas que vaya a ser permanente a través de los cambios de la vida—algo inmortal e inmutable.
Avatares en serie, iconos de culto (culturales); nos gustaría pensar que alguien tiene la respuesta, que alguien sabe el camino y lo ha recorrido; que hay un camino, que hay un objetivo final. Soluciones rápidas, autoridades perpetuas. Queremos creer que esa celebridad sabe de qué se trata la vida, y que sabe que hacer—que alguien tiene esa certeza.

Mil Amores

Que triste senos tiene Carmela
el silicón le ha roto el corazón
Ahora llora como Ernesto
que se ha castrado por falta de amor.
Caifanes, (“Que Triste se nos fue la Vida”, El Nervio del Volcan, Sony : 1994)


Además de ser figuras enigmatizadas y ambiguas que protegen la continuidad del status quo, las celebridades son mecanismos eugénicos. Imponen la carga de su imagen distante y retocada a nuestra libido; se intrometen en nuestra vida intima, aseguran que nos sintamos inadecuados.
La intimidad se vuelve competitiva bajo sus estándares, el espacio privado es invadido por el discurso público. Somos comparados con sus reflejos, con el juego de luces y brillantina de quienes los manejan. Son fantasmas plagando nuestra cotidianeidad, nuestros amores—celos diferidos que inducen a la compra de productos. El esposo, atento a la edecán en la pantalla, que ya no toca a su mujer; la novia que en el fondo quisiera estar con Luís Miguel, pero se conforma con su novio quien siempre queda en segundo lugar.
Como un microchip de auto-vigilancia que instalamos ingenuamente en nuestra mente. Nos observamos, corregimos y comparamos bajo sus términos—bajo el aura de su encanto nos sentimos menos. Así es como nos tornamos en objetos, en nuestros objetos, somos un utensilio de complacencia imposible. No sólo caminamos por la calle y nos hablamos, nos observamos haciéndolo, cerciorándonos de cumplir con el reglamento oficial del cool.
¿Quiénes somos entonces, los unos para los otros, si ni siquiera nos vemos; si sólo nos comparamos y juzgamos? ¿Qué amor encontramos, si vivimos fascinados por la imagen de Brad Pitt o Beyonce? El amor es (en parte) lo que hace frente, sin miedo, a este modelo, a este totalitario fundamentalismo iconoclástico que rehuye de la intimidad (sólo para terminar buscándola en un simulacro-voyeur-panóptico—el porno). El amor es (en parte) no cooperar con la letanía del prestigio y el poder, para así encontrarnos con un otro/a. El amor no puede ser clasificado; menos bajo los términos de la celebridad, el amor se escurre, los desafía, los hace inoperables.

Mata a tus Ídolos

En la ideología punk, (si se le puede llamar así), después del yonqui, lo más bajo es el sicofante, el adulador, el fanático, los groupies. Si bien el drogadicto constituye una excusa para que la policía entre a interrumpir las tocadas (por ello muchos llegaron a creer que el fármaco dependiente era un agente de la tira), un groupie es símbolo activo de la perpetuación de las dinámicas jerárquicas.
El punk quiere hacer espacios en los cuales la norma de la cultura dominante no opere. En el punk no hay espacio entre el público y la banda, ya que no son considerados como distintos. La música surge desde la comunidad para la comunidad; no viene dirigida, por una compañía de discos, hacia un grupo de personas, demográficamente estudiadas, cuya identidad se espera se construya en torno al producto, (como cuando un programa de tele se escribe pensando en las marcas que se anunciaran en los comerciales, y no viceversa como a menudo pensamos). Es lo contrario a los grandes conciertos con esas bandas en un escenario distante y enorme, que hace que se vuelvan el centro de lo que está pasando en ese momento, se tornan en una autoridad.
Como dirían en el Budismo Zen: “Si encuentras al Buda en el camino, mátalo.” En el lenguaje de nuestra experiencia, esto quiere decir que podemos optar por no validar la autoridad, podemos decidir no cooperar con los discursos repetitivos de la cultura oficial. Lo más odioso de las celebridades es que pretenden ser desafiantes a la norma, pretenden despreciar su fama, pretenden generar la creencia de que son rebeldes. Cero ídolos es mi derecho a probar la vida desde lugares alternativos a los dictaminados, es una invitación a toda una plétora de paradigmas.

La Asfixia

Quieres ver
las explosiones en mis ojos
Quieres ver
el reflejo
de cómo solíamos ser
La belleza está
en los ojos de los sueños de otro

Sonic Youth, (“Beauty Lies in the Eye”, Sister, Geffen : 1987)

Febrero 06, 2006: Tres muertes hoy. Tres cuerpos asfixiados en busca de un autógrafo, en un afán de proximidad—de contacto. En Sao Paolo tres personas perdieron la vida aplastadas en una multitud de gente que buscaba acercarse a sus celebridades favoritas, los protagonistas de la telenovela, show-simulacro-musical RBD.
Masas adorando a niños ricos que actúan de niños ricos. Adorando a quien te ves obligado a servir. Tautología maldita. Día tras día; a quien a lo más te mira de vuelta con la simpatía de un amo “apreciando” la “amabilidad” y “admiración” de su sirviente.
Asfixia: Clausura de la respiración, colapso de una función vital que no puede cesar por más de un par de minutos. Cuerpos sin aliento, cuerpos pisoteados en el tumulto, euforia, hipnosis; el pánico de la religión más abrumadora de hoy: la producción. Buscando tocar lo que se quiere creer inalcanzable…intentando saciar el impulso por el contacto…algo que afirme de manera definitiva el valor de la existencia propia…mueren por exceso de contacto…de quienes ignoran por su proximidad…los últimos de la fila sólo están más cerca de la salida.